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Pocas veces seré tan feliz en mi existencia, como cuando este martes 21 de febrero de 2017 al fin se haga justicia: Jacinta Francisco Marcial, Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio, recibirán el Reconocimiento de Inocencia y Disculpa Pública de la Procuraduría General de la República, en un acto inédito y sin precedentes de parte del Estado mexicano.
Hubieron de pasar casi 11 años para que se hiciera justicia en esta historia que comenzó aquel 26 de marzo de 2006, cuando como todos los domingos era día de tianguis en el colorido pueblecito de Santiago Mexquititlán, en Querétaro; y como cada semana, se aparecieron seis forzudos agentes de la AFI, a quienes ya se les había hecho costumbre extorsionar a los puesteros que acudían a la plaza. Aunque en esta ocasión algunos se negaron, lo que ocasionó la ira de los empistolados, quienes patearon y destruyeron la mercancía.
Sólo que la furia de los del pueblo fue mayor, así que los cercaron y les exigieron la reparación del daño; los agentes dejaron a dos de ellos como garantía y regresaron con el dinero horas más tarde. Ya para entonces eran el hazmerreír de los medios y de sus propios y temidos colegas.
A partir de entonces, en un país de impunidad e injusticia, se demostró cómo la venganza, el abuso, la prepotencia y la cobardía suelen acelerar procesos: Jacinta —quien no hablaba español— Alberta y Teresa fueron sacadas con engaños de sus casas, llevadas directamente a la cárcel y condenadas a 21 años de prisión; tres mujeres indígenas a las que la ruindad humana les quebraba la vida acusándolas del delito inverosímil del secuestro de seis monazos agentes de la AFI.
A partir de entonces, empecé a vivir las más contrastantes experiencias en lo profesional: ni el entonces procurador Eduardo Medina Mora, del gobierno calderonista, ni el gobernador panista Francisco Garrido Patrón, ni el juez Rodolfo Pedraza Longi me dieron jamás una entrevista; mientras tanto seguía implacable la maquinaria leguleya y abusiva que trituraba la existencia de estas tres mujeres y sus familias.
En contraste, comencé a entrevistarlas en el penal de San José el Alto y a recibir sus lecciones de vida: su espíritu indomable; su carácter a toda prueba; su alegría por vivir; y una fe inquebrantable en que al final se les haría justicia. Con ellas, me fui redescubriendo a mí mismo y al México profundo tan sufrido como risueño que las tres representaban. Debo reconocer ahora que en todo ese proceso de más de dos años en prisión, me cuestioné más de una vez dónde terminaba mi objetividad y empezaba mi subjetividad, para decirme que al fin y al cabo trataba con sujetos y no con objetos.
Igual me pregunté hasta dónde estaba informando, investigando y cuándo ya estaba gestionando; para concluir que cualquier esfuerzo en su favor era poco, cuando nos enfrentábamos al gran aparato del Estado.
A pesar de todo, fue una etapa maravillosa donde descubrí que la suma de todos por una buena causa debe tener como destino justo un gran resultado. Fue así como el lema “Yo soy Jacinta” fue resonando con cada vez más fuerza.
Esta, mi casa, EL UNIVERSAL fue el primer medio nacional en darle una gran cobertura al caso. Pero el apoyo casi unánime de otros diarios y espacios radiofónicos y televisivos fue también invaluable.
Debo reconocer también que las visitas a la prisión de personajes como el nuevo gobernador de Querétaro José Calzada y el senador Manlio Fabio Beltrones fueron definitorias para el reclamo de justicia.
Un lugar aparte merecen todos los integrantes del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, sobre todo Luis Arriaga y Mario Patrón, quienes trabajaron incansablemente para obtener finalmente la libertad de Jacinta, Alberta y Teresa.
Por todo ello y más yo me congratulo, sin protagonismos y con toda humildad, de haber cronicado y participado en esta historia de amor y convicciones que va más allá de la libertad.
Periodista