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Cualquiera que sea el resultado final de las elecciones estadounidenses, el sistema político y las tradiciones electorales de ese país sufrirán una fractura irreversible. Después de la guerra de Secesión terminada a favor del norte en 1865, Estados Unidos no había conocido una polarización tan radical, ni una eclosión tan contundente y vulgar del odio, la xenofobia y el descontento en la arena electoral. En muchos sentidos el “sueño americano” está roto y el mal es contagioso porque también se están esfumando el sueño europeo y las esperanzas de cambio en América Latina.
Solía decirse hace no pocos años, que la diferencia entre el Partido Republicano y el Demócrata era semejante a la que existe entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola. Hoy las variantes políticas dan cuenta de la pérdida de un rumbo central en ese país y se han disparando hacia extremos de alta peligrosidad para la estabilidad del régimen y de futuro económico. La brutalidad verbal con la que se ha expresado la extrema derecha y el resurgimiento inédito de una izquierda combatiente hacen pensar en un proceso de latinoamericanización: la caída del muro por contagio.
Aunque el resultado final de los comicios aun sea incierto, la fractura política y moral se antoja inevitable. El enfrentamiento dejará un déficit de legitimidad y una prolongación de la pugnacidad política difícil de remontar. Como sabemos, los votos electorales no corresponden matemáticamente a los votos populares. Los que se expresan en el Colegio electoral no guardan una relación exacta con los que se vierten en las urnas, ya que los primeros premian a quien obtuvo la mayoría en cada entidad, con las excepciones de Maine y de Nebraska que se reflejan de modo proporcional.
Puede darse el caso de que un candidato con mayoría de votos populares pierda la Presidencia en la elección indirecta, lo que ya ha ocurrido en varias ocasiones. En 1824 se enfrentaron John Quincy Adams y Andrew Jackson, y aunque este último obtuvo la mayoría por las dos vías, por lo cerrado de la elección, la determinación final la tomó el Congreso, ya que para entonces se coqueteaba todavía con el sistema parlamentario. En la elección de 1876 entre Rutherford B. Hayes y Samuel J. Tilden la decisión recayó en el primero, que alcanzo más votos electorales e igual ocurrió en 1888 entre Benjamin Harrison y Grover Cleveland y 112 años después, cuando las controvertidas elecciones entre George W. Bush y Al Gore, el segundo reconoció su derrota en el Colegio Electoral que poco después fue ratificada por la Corte. En la situación actual la amenaza de Donald Trump en el sentido de no reconocer los resultados de la elección podría ubicar a Estados Unidos en un escenario próximo al de Venezuela.
Las consecuencias de una rebeldía de tal magnitud podrían conducir inclusive a que se reabriera el debate sobre el modo de elección del presidente estadounidense. La señora Clinton ha ganado los estados con mayor peso, como California con 55 votos, Nueva York con 29 e Illinois con 20, y aun aquellos tradicionalmente republicanos como Texas con 38 y Florida con 29 se encuentran indecisos. Así pues, la eventualidad de un voto dividido es altamente probable y el margen de maniobra de la Presidencia estadounidense difícilmente le permitiría tomar las urgentes decisiones que el propio conflicto vuelve indispensables.
Como nunca en el pasado se ha vuelto ostentosa la relevancia del voto hispano y en particular del mexicano, al punto que Carlos Slim y Vicente Fernández adquieren mayor significado que muchos destacados políticos de Estados Unidos. Este factor era ya predecible desde los años setentas, cuando Nixon externó que los mexicoamericanos nacían “guadalupanos y demócratas” e invitó claridosamente a nuestro gobierno para que lo apoyara en una reconversión política de las minorías.
A pesar de que hicimos grandes esfuerzos de acercamiento con nuestros compatriotas del exterior para ejercer influencia a favor de las causas de México y con autonomía de cualquier partido estadounidense, una y otra vez echamos por la borda esta conexión fundamental gracias a la actitud pusilánime de la Cancillería que velaba celosamente porque no “interfiriésemos” en la política estadounidense. La ceguera estratégica conduce fatalmente a costos irreparables.
Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México