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El impacto causado por la victoria de Donald Trump y la reiteración de sus amenazas comienza a adquirir el perfil de un viraje histórico de proporciones y alcances impredecibles. Se habla ya de una nueva Edad Media, de la reinvención del nazismo y hasta del fin del mundo provocado por conflictos sin contención que pudiesen desembocar en una guerra mundial. Queda claro, cuando menos, que asistimos al término del ciclo neoliberal, cuya cauda de desigualdades se revirtió sobre los países centrales, cuyas fronteras físicas fueron rebasadas a causa de los desequilibrios que generaron en todo el planeta.
“El infierno son los otros”, decía Jean Paul-Sartre para definir el momento en que se creía que el enemigo es aquel que no es como yo: “Los que no son de aquí”. Ciertamente la xenofobia no ha sido nunca exclusiva de ningún país, ni menos ahora. Se trata de la otra cara de los mismos procesos civilizatorios: del egoísmo irracional que ha lastrado siempre los avances del humanismo.
El fin de las guerras se ha traducido en el comienzo larvado de las que vendrán después. Por eso en 1941, frente a los horrores de la conflagración mundial, las potencias agredidas suscribieron la Carta del Atlántico para definir los objetivos de la paz. Una afirmación de “principios comunes” —morales, sociales y políticos— “en los que radicaban las esperanzas de un mejor porvenir para la humanidad”. Sobre estos se levantaron las nervaduras de la Carta de San Francisco, suscrita por “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas”. El desarrollo de estos propósitos dio origen al derecho internacional contemporáneo, cuyos instrumentos no fueron necesariamente suscritos por todos los países, ni menos acatados por las potencias globales o regionales. Se convirtieron sin embargo en un referente jurídico invocable por las naciones agredidas y sentaron los precarios equilibrios de la seguridad colectiva y del desarrollo humano.
El gobierno de Estados Unidos —cuyo cumplimiento de la Carta era el más bajo después de Israel— se vio obligado a incontables negociaciones y sobornos para no desafiar abiertamente la opinión pública mundial y a la suya propia. La mayor parte de sus operaciones intervencionistas que concluyeron frecuentemente en derrocamiento de gobiernos fueron “encubiertas”, aunque confesadas posteriormente en las memorias de sus autores intelectuales.
La proclama de Donald Trump supone el abatimiento de esas limitaciones. El predominio del imperio de la fuerza como fundamento de la política exterior. Tiene como ventaja el fin del doble discurso y del maniqueísmo puritano, pero sus consecuencias pueden ser devastadoras si sus adversarios, incluyendo los terroristas, responden de la misma manera. El abandono de límites morales ha provocado una escisión profunda que puede volverse irreparable dentro del pueblo norteamericano; como si sus historias comenzaran a ser ganadas por los villanos o sus superhéroes se dedicaran a provocar el mal. El anticipo del “guasón” en la Ciudad Gótica. Se anuncia que el próximo día de Acción de Gracias ya no será la fiesta de la paz doméstica, porque las familias se encuentran profundamente divididas.
En el plano mundial se avecina un reacomodo de fuerzas y combinaciones políticas y económicas. La “entente” entre Moscú y Washington parece anacrónica, pero sugiere la coalición de dos cinismos desencarnados. China, experta ancestral en murallas, surge como fuerza de contención y promotora de alianzas alternativas. Su poderío económico la hace temible aun para los bravucones y su capacidad de influencia política apenas comienza. Por lo pronto el epicentro de la competencia será el Pacífico, pero más tarde África, América Latina y la propia Europa.
México no podría abandonarse a una relación enclaustrada con Estados Unidos. Es apenas imaginable que no hayamos buscado un entendimiento inmediato con Canadá o lanzado la convocatoria a una reunión de las Comunidades Latinoamericanas y del Caribe para adentrarse en un análisis conjunto de la situación. Me temo que la actitud “pragmática” pregonada por el Ejecutivo sea sinónimo de rendición incondicional. En los mejores tiempos de nuestra diplomacia solía decirse que la más pragmática de nuestras políticas era la defensa de los principios como antídoto de la prepotencia. México tiene más motivaciones que ningún otro país para volar con sus propias alas y para promover un movimiento político y moral a escala universal en defensa del derecho y la dignidad.
Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México