La partida de Teodoro González de León produjo una insólita conmoción en la conciencia cultural del país. Consolidó su prestigio y difundió su obra excepcional en unas cuantas horas. Fue un gran esteta y creador urbano. Sostuvo que su religión era el arte. Comenté ese día que, dentro de los grandes valores de nuestra especie, el poder es mundano, la bondad es humana y lo único que nos acerca a lo divino es la belleza. Ese era su linaje.

Lo conocí a principio de los años sesenta en compañía de su primo, mi entrañable amigo Antonio González de León, prematuramente desaparecido. Todas nuestras conversaciones fueron sustantivas y un buen número de ellas en museos que recorríamos juntos bastos tramos. Le formulé una sola encomienda arquitectónica —en asociación con Abraham Zabludovsky— siendo yo secretario de Educación, que realizó después parcialmente para el gobierno de la Ciudad. Fue la remodelación del Auditorio Nacional y la creación en su entorno de un complejo urbanístico dedicado a las artes, que abarcaría eventualmente hasta el Campo Marte. Entonces conocí su doctrina sobre la concepción regeneradora y rectora del arte en el espacio público.

Su biografía es indicativa: sus primeros años transcurrieron a lado de la Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo que vio construirse desde sus cimientos, cuando surgió su fascinación por las artes plásticas, pero también por la geometría gracias a la observación de la arquitectura funcional de Juan O´ Gorman. Aún estudiante, colaboró en el plano original de la Ciudad Universitaria, hoy Patrimonio de la Humanidad. Muchos años después me reprocharía, amistosamente, que los dirigentes estudiantiles de entonces no hubiésemos luchado por la permanencia, como recintos académicos de las antiguas escuelas del Centro Histórico, con lo que el conjunto del Pedregal se hubiera convertido en el primero de los campus periféricos.

Lamentaba la pérdida de la ciudad peatonal característica del antiguo barrio universitario, a semejanza del de París. Se desquitó en la concepción del Colegio de México; ámbito de cruces humanos, que no de claustros aislados. Su fascinación por el diseño y la función social de la arquitectura proviene de su colaboración con Le Corbusier, a quien asistió en la concepción de L´Usine Duval y la Unité d´Habitation, que más tarde inspiraría su concepción de conjuntos de vivienda.

Muchas de sus creaciones ejemplifican la convicción de que los testimonios arquitectónicos “juegan con y crean algo más en el espacio público”. De ahí la determinación de que sus obras se integraran al medio circundante y lo recrearan con el propósito de “hacer ciudad, como una creación colectiva”. Algunas de sus preocupaciones centrales están contenidas en el proyecto de Constitución de la Ciudad de México, primordialmente su obsesión de la planeación urbana descentralizada y concebida para el largo plazo. Su idea de multiplicar los ámbitos de vida comunitaria, vecinales y autosostenibles para devolver al hábitat su dimensión humana.

Históricamente la creación plástica se relaciona con los mecenazgos que la hacen posible, pero también los transforma y termina imponiéndoles el estilo del autor. Las concepciones estéticas y la visión urbana de Teodoro predominaron a la postre sobre las intenciones originales de las entidades públicas o privadas que financiaron los proyectos. Me recuerda a Picasso, que cuando una millonaria protestó porque su retrato no se parecía a ella, le respondió “pero usted va acabar pareciéndose al retrato”.

Comentarios especializados han señalado las características estéticas de las obras principales de González de León. Me limitare a subrayar la relación indisoluble entre el concreto como materia ancestral y la luz que evoca la transparencia del aire. Cito una obra en la que pocos han reparado: la embajada de México en Berlín, cuya fachada está conformada por una serie curva de pilares, a través de cuyos espacios la ciudad se asoma a la encarnación plástica de nuestro país y éste se ofrece cordialmente a la sociedad.

La rigurosa dedicación de los artistas los vuelve infatigables y frecuentemente longevos. Teodoro trabajó hasta el último momento y no tuvo propiamente muerte, sino suspensión de labores. Sus más cercanos reconocen el espíritu renacentista que lo habitaba: la combinación entre el talento excepcional, el sentido de grandeza y la siembra de vida.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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