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Cuando David Cameron fue reelecto en 2015 prometió someter al voto si el Reino Unido debía permanecer en la Unión Europea. Aspiraba a contrarrestar el crecimiento del Partido Independentista UKIP, apaciguar el secesionismo escocés y ofrecer concesiones al sector más euroescéptico de su partido, que nunca renunció a la tradición insular y colonial británica.
El intento conduciría cuando menos al reforzamiento de las cláusulas de excepción que el Reino Unido logró en el Tratado de Maastricht (1992): que los ciudadanos europeos no soliciten prestaciones sociales en ese país hasta cuatro años después de su llegada; el reconocimiento de varias monedas en el seno de la Unión Europea y la liberación de los países no-euro de participar en rescates financieros. En el fondo, el rechazo de avanzar en la integración federalista del proyecto europeo.
La desaceleración económica de Europa desde 2008, sumada a la actual crisis migratoria y de refugiados, así como los atentados terroristas que se desataron en el continente el año pasado, generaron las condiciones para que la extrema derecha forzara a que el actual gobierno adelantara el referéndum (Brexit) para el 23 de junio a efecto de encerrar a Cameron en un callejón sin salida en caso de que la Unión no acepte sus demandas.
La población británica se encuentra dividida en dos mitades, a semejanza de las regiones europeas con proyectos independentistas: la integracionista, que todavía cree en las posibilidades de la Unión como fuente de prosperidad y pacifismo; y por otra, la creciente irrupción del discurso nacionalista que ha sido fuente de escape electoral en varios países europeos.
Esa visión encarna el punto más alto del rechazo a las migraciones desde el comienzo de la descolonización y un momento peligroso de la escisión física y social entre las comunidades étnicas. Trump no está solo: los muros amenazan la integridad del género humano por todas partes. La rigidez de las fronteras está en el centro del debate europeo, desde Marine Le Pen en Francia hasta Nigel Farage en el Reino Unido. La crisis humanitaria de los sirios ha llevado al gobierno húngaro a erigir defensas para impedir el ingreso de personas que escapan de las zonas en conflicto, atizado por las potencias occidentales.
Prevalece el discurso del miedo que atribuye a la cooperación internacional el abandono de las potencialidades económicas internas y desde luego el aumento alarmante de la inseguridad. De nuevo la utopía del aislamiento, en el caso de la Gran Bretaña, resulta paradójica, habiendo sido la cuna de la globalización contemporánea, cuyas consecuencias ahora rechazan. Resisto llamar a la señora Thatcher la “aprendiz de bruja” para no incurrir en insinuación peyorativa alguna.
Son a su vez anuncios del fin del ciclo neoliberal y en el caso de Europa la declinación de la gran aventura integracionista de la postguerra que generó tantas esperanzas en diversas regiones del mundo. Movimiento ahora riesgosamente amenazado en América Latina por el ascenso de las derechas.
Esta regresión histórica parece olvidar que el internacionalismo está inspirado en la búsqueda de la paz mediante la cooperación y que los muros, como ocurrió con la Línea Maginot, no son sino el preludio de la violencia. Durante el cien aniversario de la batalla de Verdún, el presidente François Hollande y la canciller Angela Merkel alertaron que “fue el nacionalismo lo que llevó al suicidio de Europa en la Primera Guerra Mundial” y añadieron que “la fuerza de la división y el repliegue está aquí de nuevo. Cultiva el miedo e incluso el odio”.
El pensamiento progresista del mundo debiera profundizar en el sentido y alcance de estas tendencias. Sería simplista afirmar que conduce mecánicamente al derrumbe del capitalismo, cuando más bien nos regresa a sus orígenes. Tampoco es suficiente la crítica contra los regímenes oligárquicos montados sobre abismos de desigualdad. La amenaza es hoy aún más grave y reside en el peligro de los gobiernos de fuerza alentados, como en el pasado, por el temor, el declive de la democracia liberal y el resurgimiento de un populismo desaforado. No hay barba que no debiera echarse a remojar.
Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México