María Zambrano decía que la crisis es un “momento largo o corto, intrincado y confuso siempre, en que pasado y futuro luchan entre sí”. Por eso, en esas coyunturas críticas, el presente se obnubila.

La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos atraviesa uno de esos momentos difíciles. La causa evidente del entuerto es de índole económica. Resulta que el 31 de julio vence el contrato laboral del 40% de su personal y no cuenta con el dinero necesario para recontratarlo. Así las cosas, si no se consiguen los fondos necesarios, esa instancia internacional será materialmente incapaz de realizar las tareas que tiene encomendadas. Para colmo de males, las áreas que quedarán desatendidas con las más sensibles y relevantes para los habitantes de nuestro continente: adopción de medidas cautelares y admisión de peticiones individuales.

Para decirlo en lenguaje común: las personas en peligro —por ejemplo, algunos periodistas o activistas que son perseguidos en sus países— quedarán sin protección y se cerrará la puerta de la justicia internacional para quienes buscan denunciar abusos ya sufridos. Esto, vale la pena reiterarlo, puede ser una realidad por la vía de los hechos. Simple y llanamente no habrá dinero para pagar el sueldo de las personas que atienden esas cuestiones. Y no se trata de un ejército de personas con salarios jugosos, sino de 30 funcionarios (de 71 que laboran en la comisión) que perciben sueldos modestos para vivir en una de las ciudades más caras del mundo (Washington DC).

A esta crisis la explican otras. Por ejemplo, la falta de presupuesto de la CIDH se explica en buena medida porque los estados europeos que solían realizar aportaciones voluntarias para sostener al Sistema Interamericano de los Derechos Humanos han decidido reorientar sus prioridades para atender la crisis de refugiados que los asedia. Nada que objetar. El problema para nosotros es que la situación de los derechos humanos en nuestro continente también es crítica. Tenemos, entonces, tres crisis engarzadas: la de los refugiados, la de nuestros países y la de la CIDH. Pero las dos primeras son crisis humanitarias provocadas por calamidades como la guerra, la violencia y el autoritarismo que tienen raíces profundas y difíciles de arrancar; la tercera, en cambio, es una crisis institucional que puede superarse con voluntad política.

La solución está en manos de los Estados que han firmado los pactos internacionales que hacen posible la existencia de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de las instituciones que la integran. Algunos de esos Estados aportan las cuotas que les corresponden (otros ni si quiera eso) y unos más incluso realizan aportaciones adicionales o voluntarias. México es uno de estos últimos, lo cual debe decirse y reconocerse. El problema —diría mi abuela— es que no alcanza. Así que la única manera de salir del atolladero es aumentando el monto de las aportaciones. Tan sencillo como eso.

El problema —la causa remota de la crisis— se encuentra en otro lado. La CIDH es una instancia incómoda que tiene a su cargo la difícil pero indispensable tarea de denunciar abusos, violaciones, matanzas, desapariciones, etcétera, cometidas por algunas autoridades de los Estados que deben financiarla. Así que los incentivos están encontrados y son perversos: cuando aumentan las violaciones de derechos humanos denunciadas, decrece el compromiso de los Estados con el sistema internacional encargado de investigarlas. “Yo no pago para que me peguen”, decía López Portillo.

Hace pocos años la CIHD sorteó otra crisis compleja. México fue un actor clave para sacarla adelante. Como país hoy no podemos —no debemos— hacer menos. Este es el momento de refrendar nuestro compromiso con la democracia y los derechos humanos. Sobre todo porque entre los que quieren que el sistema colapse está Maduro, que piensa que la Carta Democrática de la OEA sirve para “ponerla en un tubito bien fino” y metérsela al Secretario General “por donde le quepa”.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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