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El año pasado se cometieron 11, 072 ataques terroristas que causaron 25,621 muertes. Esto es lo que revela el gobierno estadounidense a partir de la base de datos de la Universidad de Maryland, la cual recientemente publicó su información sobre 2016. Sin embargo, 75% de esos ataques se cometieron en solo 10 países y el 72% de muertes por terrorismo tuvo lugar únicamente en cinco: Irak, Afganistán, Siria, Nigeria y Somalia. Solo 2.7% de ataques ocurrieron en países occidentales. Según otra fuente, el Índice Global de Terrorismo (2016), en los últimos 10 años, 70% de muertes por terrorismo en países occidentales son el producto de ataques cometidos por lobos solitarios. En esos mismos 10 años, las muertes por terrorismo (en todo el planeta) son trece veces menos que las muertes causadas por otros tipos de asesinatos. Un dato adicional: de acuerdo con encuestas del año pasado, alrededor de 70% de estadounidenses dijeron estar preocupados por la posibilidad de ser víctimas de ataques terroristas, ellos o sus familias. Sin embargo, la probabilidad de que un estadounidense muera en un ataque terrorista es una en 29 millones. Es decir, si hilamos ese cúmulo de datos, podemos apreciar tres elementos centrales: (a) El terrorismo es un fenómeno altamente concentrado en países ubicados en Asia y África, pero sus repercusiones psicológicas se dispersan de maneras completamente distintas; (b) Aunque sean muchos menos, los ataques cometidos en países occidentales tienen un efecto considerable en la psique colectiva de esas sociedades, lo que impacta en discusiones públicas, en políticas y en medidas anti-terroristas, y (c) Sin embargo, mientras la motivación para cometer atentados exista, los atacantes –aunque decidan actuar en solitario- siempre terminan encontrando huecos y tácticas para cumplir con su objetivo.
En otras palabras, a pesar de que el terrorismo es una clase de violencia que desde hace años se lleva buena parte de nuestra cobertura y atención, no parece que hemos comprendido bien el fenómeno. Elevamos las “alertas terroristas” sin entender que eso difícilmente evita atentados, y que, en cambio, incrementa los niveles de estrés en las sociedades (Zimbardo, 2007). Sofisticamos los controles en los aeropuertos generando largas colas y esperas para luego darnos cuenta que atacantes como los de Bruselas o Estambul, cometen sus atentados en zonas de los mismos aeropuertos cuya seguridad es más blanda, por ejemplo, el área de documentación de pasajeros, o incluso el estacionamiento. Limitamos el acceso a armas y perseguimos cualquier sospecha de manejo de explosivos para descubrir que los atacantes ahora usan cuchillos, coches o camionetas para causar muerte y terror. Cierto, el impacto de un secuestro o explosión de una aeronave podría ser mayor. Sin embargo, en la era de las redes sociales, de fotografías y videos compartidos en tiempo real, un ataque suicida en las afueras de una arena de conciertos, como ocurrió en Manchester –cometido, por cierto, con el uso de explosivos caseros-, puede producir un efecto de pánico masivo y contagio de estrés de considerable magnitud.
Por otro lado, se entiende la preocupación de las autoridades. La alerta vino de la inteligencia israelí, la cual tuvo acceso a planes de ISIS en Siria. La organización estaba buscando cometer un atentado de alto impacto mediante explosivos que pudieran ser insertados en las baterías de aparatos electrónicos como las laptops para evadir los controles de seguridad, y ser detonados en algún vuelo que despegara de algún país de Medio Oriente o del Norte de África. Como consecuencia, EU y Reino Unido prohibieron que los pasajeros procedentes de determinados aeropuertos transportasen laptops a bordo de los aviones dirigidos a esos países. Se pensaba que esta disposición iba a ser extendida a un número mayor de países. Al final lo que se hace es únicamente asegurar, en aeropuertos como los mexicanos, que ese tipo de aparatos sean revisados más rigurosamente.
Este tipo de medidas podría, en efecto, disuadir a organizaciones como ISIS de llevar a cabo ataques en aviones. Ojalá. No obstante, hay que considerar al menos dos factores: (1) el efecto psicológico ocasionado no por un ataque cometido (afortunadamente), sino por la amenaza del ataque, tiene ya sus consecuencias: ISIS ha conseguido, una vez más, que millones de personas tengan que alterar sus horarios, sus patrones de conducta, y que su nivel de estrés por viajar aumente; y (2) como indican los datos arriba compartidos, los obstáculos que continuamente se colocan para disuadir a terroristas, eventualmente son superados por éstos si su objetivo de atacar es firme. Pero entonces, ¿qué se hace para enfrentar estos riesgos?
No pretendo usar este limitado espacio para elaborar un tratado acerca del combate al terrorismo desde su raíz, pero señalo un par de claves que ya he compartido en otros momentos. Lo primero es elaborar diagnósticos diferenciados, pues, de acuerdo con la investigación, los motores del terrorismo en países miembros de la OCDE, difieren enormemente de los de países como Irak, Afganistán, o Siria, en los que se comete la mayor parte de atentados. Por tanto, las estrategias para reducir esta clase de violencia deben ser al mismo tiempo locales, que colaborativas, integrales y globales. Me explico: hay investigación que refleja que, en países como los europeos, el terrorismo tiene alta correlación con factores socioeconómicos como marginación y exclusión (IEP, 2017). Olivier Roy, experto francés, ha explicado que, en su mayor parte, los atacantes en Europa son hijos o nietos de migrantes, quienes no se sienten parte ni de los países de sus padres, ni de la sociedad en la que viven. La mitad de estos atacantes tiene antecedentes criminales por delitos menores. De manera que hay, para países europeos, una gran tarea que atender en las prisiones, en los barrios marginales de muchas de sus ciudades, la cual conlleva no solo la detección y des-radicalización de potenciales militantes, sino la atención a cuestiones de inclusión e integración económica, social y política de las comunidades de donde la mayoría de estos atacantes procede. Todo esto sin descuidar las labores policíacas y de inteligencia.
En cambio, el diagnóstico es muy distinto para países como Irak, Afganistán, o Siria, tres de aquellos en los que más muertes por terrorismo se producen anualmente. Ahí, el terrorismo tiene mucho más que ver con los contextos de conflicto, inestabilidad, y debilidad institucional, además de otros temas estructurales como la existencia de redes de crimen organizando operando en esos entornos. Mientras no se encuentre cómo construir condiciones de paz para esos conflictos (o peor, mientras que, en países como Yemen, Libia o la propia Siria, se siga alimentando la violencia desde afuera por parte de potencias regionales y globales), las probabilidades indican que las organizaciones terroristas seguirán encontrando el caldo de cultivo para sobrevivir y seguir creciendo como lo han hecho hasta ahora. Estos factores de inestabilidad, a su vez, eventualmente se terminan conectando con circunstancias locales en otros países (desde las prisiones francesas, como se señala arriba, hasta otros conflictos locales como en Filipinas o Egipto). Grupos e individuos de sitios distantes se inspiran, se vinculan, y siguen actuando, a veces coordinados, otras veces de manera separada.
En suma, las disposiciones como revisar los aparatos electrónicos en aeropuertos pueden ser necesarias de manera temporal para reducir amenazas inminentes. Sin embargo, en el largo plazo, si las motivaciones –personales, organizacionales, locales y/o globales- para cometer atentados persisten o crecen, en esa medida siempre habrá potenciales atacantes que detecten o diseñen nuevos medios para seguir causando daño.
Twitter: @maurimm