La muerte de civiles inocentes, sean quienes sean y vivan donde vivan, es siempre algo que debemos lamentar. Sin embargo, para tratar de realmente comprender la violencia terrorista y su crecimiento, y para desarrollar estrategias más eficaces a fin de combatirla, lo menos útil es simplificar el fenómeno, o dejar estudiar, a fondo, las enormes diferencias entre ataques como el de Manchester, el de Egipto o el de Afganistán, perpetrados todos durante los mismos diez días. Porque a pesar de que muchos de estos ataques puedan llevar la misma etiqueta de marca: “ISIS” (en el caso de Afganistán, al momento de este escrito ningún grupo ha reivindicado el atentado), lo ocurrido en cada uno de esos tres sitios obedece a situaciones particulares tanto en cuanto a las tácticas, como en cuanto a los blancos, y, sobre todo, en cuanto a la naturaleza y las motivaciones de los perpetradores. Por tanto, a pesar de que los tres eventos se pueden clasificar como violencia terrorista, es imposible pensar en una estrategia única o uniforme para enfrentarla. En cambio, se requiere de estrategias diferenciadas que operen, sí, de manera interconectada, colaborativa e integral, pero en niveles múltiples, a partir de evaluaciones y diseños locales, regionales y globales. Esto es, en efecto, enormemente complejo. Pero así de complejo es el fenómeno que estamos viviendo y de ese tamaño el reto. Utilizo los tres casos señalados para ejemplificar.
Si bien el atentado en Manchester es reivindicado por ISIS y, por tanto, de alguna manera –ya sea material o bien, psicológica, simbólica y/o política-, se conecta con la jihad global, hay un número de estudios que han estado intentando responder cómo es que jóvenes europeos cuyos padres o abuelos migraron a países occidentales, deciden sumarse a la lucha de esa organización ya sea viajando para unirse a sus filas, o bien, actuando desde lo local. El Índice Global de Terrorismo (IEP, 2016) reporta que, específicamente en países miembros de la OCDE, este proceso se correlaciona con factores socioeconómicos como la pobreza, la marginación, la exclusión y la criminalidad. Es decir, la mayor parte (aunque no todos) de los atacantes terroristas en sitios como París o Bruselas surgen de zonas socioeconómicamente marginadas. Olivier Roy, experto francés, afirma que el 50% de jihadistas en Francia, Bélgica y EU, tienen antecedentes criminales por delitos menores. Otros autores como Moghaddam, explican que no se trata tanto de esas condiciones materiales de pobreza, marginación o exclusión, sino de la percepción que el potencial terrorista tiene de dichas condiciones materiales, percepción que se construye a través de un proceso individual muy particular. De modo que no todas las personas que proceden de comunidades de inmigrantes y se encuentran viviendo en pobreza o tienen falta de acceso a oportunidades se convierten en terroristas. Lo que sí es un hecho, es que es dentro de esas comunidades donde los reclutadores –a veces presencial, otras virtualmente- encuentran su mayor caldo de cultivo, detectan potenciales miembros para sus organizaciones, y les ofrecen el camino para hacer que su vida “tenga sentido”. Esos factores aportan algunas líneas en las cuales los países occidentales deberían actuar de manera intensiva para tratar de reducir la radicalización de individuos y potencialmente, la comisión de atentados por parte de sus propios ciudadanos.
Sin embargo, menos del 2% de muertes por terrorismo tienen lugar en países miembros de la OCDE. De hecho, solo cinco países del mundo concentran alrededor de 75% de los ataques terroristas cometidos en el planeta: Irak, Afganistán, Siria, Nigeria y Pakistán. Ahí, los factores que motivan el terrorismo son muy diferentes que en países occidentales.
Considere usted el caso egipcio. En ese país el terrorismo no es nuevo, pero en los últimos años ha tenido un notable incremento. Egipto fue uno de los sitios en donde la Primavera Árabe tuvo mayor impacto. Como resultado, el dictador Mubarak se vio obligado a dimitir. Tras un proceso electoral, Mohammed Morsi, prominente miembro de la Hermandad Musulmana, ocupó la presidencia. Una combinación de factores económicos y políticos durante su gestión provocó un gran descontento y protestas masivas, lo que el ejército aprovechó no solo para derrocarlo, sino para encarcelarlo a él y a todo el liderazgo de su organización. El general Sisi se hizo del poder provisional, luego convocó a elecciones que ganó con el “99%” de los votos, y terminó de arremeter contra la Hermandad Musulmana declarándola ilegal y terrorista, no sin antes dirigir toda la violencia del estado contra cientos de miles de personas que marchaban en apoyo a Morsi. Era de esperarse que un número –si bien, reducido, pero considerable- de los millones de islamistas moderados pertenecientes a, o simpatizantes de esa organización, experimentasen procesos de frustración y radicalización. No es casual que, durante aquellas protestas en apoyo a Morsi, ya era común ver ondear banderas de Al Qaeda. Algunos de estos individuos se sumaron a grupos militantes ya existentes. Otros formaron nuevas agrupaciones militantes. Justo entonces, en Siria e Irak emerge el empuje global de ISIS, organización que consigue afiliar a algunos de aquellos grupos militantes egipcios, los viejos y los nuevos. Al final, un atentado en Egipto como el del 26 de mayo, uno más contra cristianos coptos, se comete con toda la ideología y el sello de ISIS, pero de manera entretejida con factores locales que favorecen la radicalización y la militancia.
El Índice Global de Terrorismo encuentra que en los países donde se concentra la grandísima mayoría de atentados terroristas, el fenómeno se correlaciona con la violencia perpetrada por los gobiernos locales y/o con la inestabilidad, el conflicto armado y la existencia de redes de crimen organizado, entre otros factores. Afganistán, ubicado por ese índice como la segunda nación que más sufre de terrorismo en el mundo, es un caso prototípico de lo anterior. La intervención estadounidense en ese país no produjo un sitio más pacífico. Al contrario. Tras el repliegue de tropas de la superpotencia y sus aliados desde el 2011 hasta el 2014, la insurgencia talibana contra el gobierno ha reconquistado casi la mitad del territorio. Ahí, ISIS también extiende su brazo, recluta a ex talibanes, funda su “Provincia Oriental”, compite y combate contra los propios talibanes, además llevar a cabo una gran cantidad de atentados que se suman a los perpetrados por dichos talibanes y por una de sus organizaciones afiliadas, la red Haqqani.
Por consiguiente, el arte en el diseño de estrategias para disminuir la violencia terrorista está en detectar los factores comunes, pero al mismo tiempo ser capaces de diferenciar los fenómenos. Los países europeos, por ejemplo, tienen una enorme labor que hacer no solo en materia de seguridad e inteligencia, sino en materia de integración socioeconómica y desradicalización. Países como Egipto u otros de la región en los que no hay propiamente un conflicto armado, pero en donde la falta de respeto a los derechos humanos, el autoritarismo y la represión son temas cotidianos, deben considerar que sus condiciones locales son propicias para que las organizaciones terroristas constantemente detecten potenciales reclutas y los sumen a sus causas. Y en lo global, la comunidad internacional debe comprender que las condiciones de inestabilidad, conflicto y crimen organizado en sitios como lo son Afganistán, Irak, Siria, Yemen o Libia, no solo son la causa de miles de atentados que producen decenas de miles de muertes cada año en aquellos países, sino que se terminan interconectando de manera inescapable con el terrorismo que afecta cada vez a más partes del mundo, por lo que una contribución mucho más activa y eficaz a favor del diálogo y la pacificación de esas regiones no puede seguirse postergando.
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