El jueves pasado el Senado aprobó la nueva Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Y casi de inmediato, brotaron voces polarizadas respecto su contenido: de un lado, están quienes consideran que ese ordenamiento se quedó corto, pues debió fijar normas y regular procedimientos no contemplados en la Ley General de la materia; y de otro, quienes han visto el dictamen como un exceso legislativo de (casi) imposible cumplimiento. Disiento de ambos extremos y espero, con sinceridad, que la Cámara de Diputados no tome este debate como pretexto para alargar sine die la aprobación de las normas que se vienen forjando desde el principio de este sexenio.

Quien tenga la paciencia de leer con cuidado esa minuta verá que, en efecto, su hechura es resultado de la norma General que la antecedió y que, en consecuencia, reproduce sus vicios y sus virtudes. Pero a pesar de todo —y a despecho de la opinión de algunos de mis colegas más respetados— sostengo que las segundas son mucho más amplias. Es verdad que hubiera sido deseable que el Inai quedara facultado para abrir prima facie la información derivada de violaciones graves a los derechos humanos y delitos de lesa humanidad, pero esa diferencia la resolverá, de cualquier forma, la Suprema Corte de Justicia de la Nación; y también será ésta la que determine hasta dónde llegan las facultades del consejero jurídico de la Presidencia para cerrar información por razones de seguridad nacional. Personalmente, confío en el buen juicio de nuestra Corte; para eso se instituyó la máxima instancia del Poder Judicial: para arbitrar con la Constitución en la mano.

En todo lo demás, las normas mexicanas en materia de transparencia son ya las más detalladas y las más audaces del mundo. Y de aquí el argumento enderezado desde el otro extremo de este debate: se alega que las obligaciones de transparencia son tantas e implican tal cantidad de información pública que resultará imposible darles cumplimiento en el corto plazo; y que encima, los procedimientos de sanción establecidos en esas normas son tan rígidos y puntuales, que el resultado puede provocar —dicen— un desastre administrativo.

Concuerdo en que el detalle de esas normas califica como churrigueresco. Pero esa estética (que no técnica) legislativa, no sólo fue el resultado del acuerdo político que desembocó en la Ley General previa y que (casi) todos celebramos, sino que fue, sobre todo, la respuesta necesaria al exceso de oscuridad y de resistencias políticas y burocráticas que arrastramos. Es verdad: será difícil cumplir ese conjunto de obligaciones, pero el nivel de dificultad para cada oficina será directamente proporcional al de su opacidad previa. Y lo que no es aceptable, bajo ninguna circunstancia, es usar el pretexto de la muy compleja implementación para dar marcha atrás.

Por lo demás, todavía deben completarse las leyes generales de archivos y datos personales para que esa maquinaria comience a moverse. Y todos sabemos que los transitorios de esas otras piezas legislativas darán tiempo suficiente para hacer la tarea de ir poniendo la información pública a disposición de la sociedad. Quienes están angustiados por los desafíos que traería la transparencia al país, pueden quedarse tranquilos casi hasta el final del sexenio. ¿Es esto, de veras, una exigencia excesiva? ¿Es mucho pedir que impriman orden a la información que de todos modos producen para que lo público sea, finalmente, público?

Por mi parte, celebro tanto las decisiones cuanto la ruta que ha seguido el Senado de la República en estas materias. Confío en que la apertura y disposición al diálogo que han demostrado los autores de estas reformas sigan vigentes, pues todavía falta mucho para completar la tarea; y bien sabemos que del plato a la boca, se cae la sopa.

Investigador del CIDE

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses