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El poder corrompe, pero no corrompe a todos de la misma manera ni en el mismo sentido. En principio, lo hace inexorablemente porque no es lo mismo oponerse a quienes lo ostentan que asumir la responsabilidad de dirigir el destino de otros: no es lo mismo la libertad que la obligación. Sin embargo, también corrompe a los individuos que, débiles de ética, confunden la representación de los otros con su patrimonio privado. Y ambas cosas le han sucedido al PAN a lo largo del siglo XXI.
Desde que asumió los mandos presidenciales en el año 2000, el PAN fue abandonando buena parte de sus postulados originales como partido político: de ser una organización comprometida con el federalismo y el fortalecimiento municipal, pasó a ser el partido del Presidente y, al correr de una década —durante el gobierno de Calderón—, se convirtió en uno de los enemigos principales de las autonomías locales y de los mandos otorgados a los gobernadores; de ser el partido que invocaba la acción nacional de los ciudadanos (y cuyas contribuciones fueron centrales para la transición democrática del país), pasó a la justificación franca de la violencia ejercida por los aparatos de Estado; de ser el partido de los abogados ilustres, intransigentes en la letra de la Constitución y las leyes, pasó al pragmatismo político; y de ser el partido de la moralidad acuñada en las clases medias, pasó a la tolerancia callada frente a los abusos de una larga lista de sus militantes más poderosos.
El PAN no perdió el rumbo tras la derrota de Josefina Vázquez Mota en el 2012, sino en el transcurso de los doce años en que gobernó al país. Aunque quizás comenzó antes: alguna vez le escuché decir al presidente Vicente Fox que su gobierno hubiese sido mucho mejor, si hubiera tenido a un Diego Fernández de Cevallos como líder de la oposición. Sin embargo —como escribió el ex presidente español Felipe González— también se muere de éxito; y el PAN, ahora mismo, no sólo ha dejado de ser lo que fue, sino que además ha dejado de ser el adversario principal del gobierno.
Tiene a su favor que ocupa cómodamente el espacio de centro derecha en el sistema de partidos de México, mientras que las izquierdas se aglomeran y se fragmentan, a un tiempo, en partidos, corrientes y liderazgos de toda índole. Pero si su nuevo dirigente electo, Ricardo Anaya, quisiera volver a los mejores momentos del partido que tendrá entre las manos, su misión principal sería romper con el pasado inmediato: con todas las desviaciones que vivió su organización política en lo que lleva de vida este siglo. Para decirlo de conformidad con una buena parte de su tradición propia: si mira hacia atrás, como la mujer de Lot, se convertirá en una estatua de sal.
Dice Ricardo Anaya que su agenda fundamental estará en el combate a la corrupción. Santo y bueno. Pero en ese caso no sólo tendrá que ser intransigente con sus adversarios, sino que tendrá que actuar en contra de los excesos de sus correligionarios. Sigo en su tradición: tendrá que ver la viga en el ojo propio. Y desde una lectura más amplia, no sólo tendrá que exigir reformas audaces a favor de la transparencia y en contra de la corrupción en los gobiernos de otros partidos, sino convertir a los suyos en verdaderos campeones del tema, tanto en los poderes ejecutivos locales como entre sus representantes legislativos.
Volver al federalismo, al municipalismo, a la acción ciudadana, al respeto al derecho y a la ética pública —esos atributos que distinguieron a su partido durante buena parte del siglo anterior y que, en su momento, conquistaron la mayoría de los votos—, le exigirá quebrar lanzas con muchos de sus aliados, plantarle cara al gobierno y descargarse de las presiones de quienes siguen defendiendo, con tanta nostalgia como avidez, el poder que desperdiciaron. Que así sea.
Investigador del CIDE