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Críticos, adversarios, leales o enemigos de Manlio Fabio Beltrones, (casi) todos coinciden en que su llegada a la presidencia nacional del PRI marcará un antes y un después en el atribulado gobierno de Enrique Peña Nieto. Ya era un personaje clave del sistema político de México, pero en estos días se ha convertido en referencia principal y es previsible que, en lo que resta del sexenio, cada una de sus decisiones, sus palabras, sus encuentros e incluso sus gestos sean escudriñados hasta la saciedad.
Por supuesto que se acabó la “sana distancia” que quiso inaugurar el presidente Zedillo entre el gobierno y su partido. Se acabó, entre otras razones, porque Beltrones volvió a encender los reflectores que ya se estaban apagando entre Los Pinos; en buena medida porque, aunque jure que su papel será de árbitro, el nuevo líder del partido del gobierno también formalizó lo que ya era: convertirse en el precandidato natural del PRI a la Presidencia en 2018. Pero sobre todo, porque a diferencia del actual jefe del Estado, Beltrones encarna y simboliza todo lo que el PRI ha venido siendo, para bien y para mal.
Su llegada fue emblemática de las viejas prácticas del viejo régimen, que a pesar de todo están vigentes y campantes: el mismo día que se anunció la emisión de una convocatoria formal para iniciar el proceso de selección del presidente del partido, Beltrones era ungido de antemano como el aspirante vencedor. Nadie se ruborizó del despropósito, porque de eso se trataba: de subrayar que el PRI no sólo sigue siendo el mismo, sino que esta vez habría de encabezarlo quien mejor ha cultivado el juego entre las apariencias y los hechos; las formas y los fondos. ¿Para qué fingir una elección democrática del nuevo líder, si solamente faltaba otorgarle el nombramiento?
Para completar la faena y despejar cualquier sombra de duda, la Secretaría General del PRI habrá de estar ocupada por la prima del presidente Peña Nieto. Tras la decisión, sin embargo, nos enteramos —en un típico giro del discurso priísta— de que esa no fue nunca la razón formal para seleccionarla, sino su larga y exitosa trayectoria en el partido: faltaba más. ¿Quién propuso el nombre de la hoy famosa prima? Da igual: para propios y extraños ese no es el dato relevante, sino el mensaje que entraña sobre la vieja sabiduría política del próximo líder del partido.
Durante estos días, he escuchado y leído varias veces que “éste sí sabe” y “éste sí le entiende”. Y yo pienso lo mismo: Beltrones sabe, entiende y opera con maestría en la lógica del sistema político que creíamos ya vetusto y al que habíamos declarado en agonía. Fue un error y las reacciones sobre su (merecido) encumbramiento lo confirman. El nuevo dirigente del PRI no se agobia por el ejercicio del poder y el uso de la influencia; no ha dudado en advertir que hablará con el presidente Peña tantas veces como haga falta (¿o el presidente Peña hablará con él?) para conservar los espacios conquistados, allegarse aliados estratégicos, anular adversarios y enemigos y afirmar las prácticas que hicieron del PRI el único partido en el mundo capaz de conservar el poder durante décadas y volver a gobernar, sin el respaldo de una dictadura militar.
Hay algo familiar en la investidura de Beltrones como el operador más importante de ese viejo y renovado régimen. Durante los años de la transición nadie sabía muy bien a qué atenerse, cómo actuar, qué formas debían seguirse, ni cuál era el método adecuado para llegar, estar y sostenerse. El nombramiento del nuevo presidente del PRI nos devuelve, en cambio, al territorio conocido. En efecto, éste sí sabe y sí le entiende a las reglas no escritas —e incluso opuestas a las que hoy están escritas—, que siguen imperando en las verdaderas relaciones de poder en México. Respiremos hondo: todo vuelve a la normalidad.
Investigador del CIDE