Cuando casi nadie se interesaba en el tema, le llamábamos el patito feo, suponiendo que algún día ese patito habría de convertirse en un cisne. Acertamos, pero por malas razones: cuando finalmente llamó la atención de la clase política, no fue para celebrarlo sino para lamentar que hayan descubierto su enorme importancia como medio político para controlar la información que produce y gestiona el gobierno.

Atorada en el Senado de la República, la Ley General de Archivos que debió promulgarse hace más de un año para cumplir la Constitución y completar la reforma en materia de transparencia, se ha vuelto motivo de controversia entre quienes hacen las leyes y el rechazo unánime de la comunidad de historiadores, archivistas y especialistas en rendición de cuentas. El nudo está en la obstinación oficial de mantener y aun incrementar el control de los archivos desde la Secretaría de Gobernación, para depurar o testar —es decir, romper o borrar partes fundamentales— de los documentos que van dejando testimonio de la gestión pública y conformando el patrimonio documental de los mexicanos.

No se trata de una conjetura. Los pésimos criterios que se han venido utilizando para proteger datos personales de documentos históricos —incluyendo los que vienen del Siglo XIX— han bloqueado el oficio de los historiadores, mientras que la depuración mal regulada y peor aplicada de los archivos que dan cuenta del día a día en la operación de todas las administraciones públicas del país, se ha vuelto en contra del principio de máxima publicidad, que forma parte de los derechos fundamentales protegidos por la Constitución.

No obstante y muy a pesar de los muy variados escritos que se han entregado a la Secretaría de Gobernación y al Senado de la República, de las audiencias públicas celebradas en esa casa legislativa, de las conferencias de prensa ofrecidas por integrantes del Consejo Académico Asesor del Archivo General de la Nación, de la opinión del Consejo Universitario de la UNAM, de El Colegio de México, de la Academia Mexicana de la Historia, de las asociaciones y escuelas de archivistas de México, de la Red por la Rendición de Cuentas, entre un largo etcétera de organizaciones, historiadores notabilísimos y activistas de la transparencia, los intermediarios políticos han preferido resistir todas las presiones y demorar la aprobación correcta de esa nueva ley, buscando, quizás, sostener contra viento y marea el control de los documentos que forman la memoria histórica del país y la evidencia actual de su actuación cotidiana.

Dudo que el solo paso del tiempo mitigue la oposición al proyecto que generó esta polémica. Pero es un hecho que, mientras más se demore esa regulación, mayores oportunidades tendrán los gobiernos para limpiar sus archivos. Sigue teniendo razón el Virrey Juan de Güemez Pacheco y Padilla, Segundo Conde de Revillagigedo, cuando expidió la orden para establecer el Archivo General en 1792: “Son imponderables las ventajas de un archivo general bien ordenado, asistido y manejado por personas inteligentes. Sólo el tiempo podrá hacer conocer toda la utilidad que resulta al servicio del Rey y del público, de la erección de este común depósito de reales cédulas, órdenes, providencias, ordenanzas, instrucciones, procesos, instrumentos públicos, cuentas, ladrones y demás papeles antiguos que, sepultados en diversas oficinas y cubiertos de polvo, ocultan bajo de él las noticias más preciosas e interesantes”.

El patito feo se volvió cisne. Pero la referencia se trasladó de Hans Christian Andersen a Francisco Gabilondo Soler, pues esa iniciativa de ley está, hoy, escondida tras los rincones y temerosa de que alguien la vea. Sin embargo, la verbal continencia tan propia de nuestros intermediarios, no romperá el consenso para impedir ese despropósito.

Desde el 14 de agosto lea a Mauricio Merino ahora todos los lunes, en estas páginas.

Investigador del CIDE

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