Hoy entra en vigor la Ley General de Responsabilidades Administrativas y, con ella, la mayor apuesta que se haya hecho en el país para combatir la corrupción. Sin embargo, el sistema en el que se inscribe esa legislación nace amenazado y trunco. Faltan nombramientos, procedimientos, oficinas, presupuestos. Pero, sobre todo, falta la voluntad política de echarlo a andar.

Tengo para mí que la mayor virtud del Sistema Anticorrupción se ha convertido en su traba principal: no nació desde las entrañas del régimen que nos gobierna, sino como consecuencia de sus excesos y sus despropósitos. Fue gracias a la presión y las propuestas de académicos, organizaciones de la sociedad civil, prensa democrática y legisladores comprometidos con su cometido que, luego de un ejercicio ejemplar de parlamento abierto, el régimen transigió con su diseño y con sus contenidos.

En aquel momento, ese ambicioso proyecto trajo un balón de oxígeno al gobierno, que necesitaba responder con algo sólido a las acusaciones de corrupción que ya se acumulaban como mugre. Pero tan pronto como debió pasar de las leyes a la acción, el SNA comenzó a sufrir tropiezos. El chamaco no había nacido de su sangre ni había sido adoptado con toda convicción, de modo que el régimen lo asumió como algo ajeno. Tanto, que ni siquiera encajó como cosa propia las críticas que hicieron los detractores profesionales del sistema.

De entrada, la misión entregada al grupo de ciudadanos que integró el Senado para designar al Comité de Participación Ciudadana no tuvo el respaldo de los medios oficiales, de modo que sus convocatorias y tareas transcurrieron con una indiferencia que parecía cosa calculada y que, como bien sabemos, sólo se volvió noticia cuando el régimen se invistió de sociedad civil y quiso denunciar trampas. En cambio, callaron la falta de apoyo, de oficinas y de presupuestos para que esos cinco ciudadanos pudieran iniciar con sus labores.

Por dentro, la tarea que debió haber sido prioritaria para llegar con éxito a este día, se aplazó y se enredó. En la burocracia federal, nadie sabe exactamente cómo debe reaccionar a este cambio. Y en el Senado, mientras se avivaba una polémica sobre el desempeño de los ciudadanos, se ocultaba al mismo tiempo el hecho de que los candidatos propuestos por el Presidente para juzgar los casos de corrupción en todo el país salieron de una chistera de Los Pinos, sin procedimientos previos, sin explicaciones ni respeto alguno por la opinión pública.

De otra parte, la designación del nuevo fiscal anticorrupción se trabó en las negociaciones que (vaya usted a saber) se han llevado entre los líderes políticos. Y de paso, ninguna voz potente del régimen político se ocupó de llamar a los gobernadores para que evitaran trastocar a la Constitución en la hechura de sus propios sistemas para combatir la corrupción. Así que llegamos a este día con dos sillas (medio) vacías, una cuestionada y cuatro más que todavía no acaban de entender las nuevas reglas.

Pero origen es destino. Aun con todas las resistencias que el régimen ha acumulado para impedir que el SNA nazca a plenitud, las leyes deben aplicarse sin reservas. No hay razón jurídica para evitar que, con las leyes en la mano, la gente se ponga en movimiento para hacer valer los derechos que le están siendo escatimados.

La lección no puede ser más clara: a partir de hoy, la clave para que la corrupción vaya borrándose del mapa político de México estará en la acción organizada de los ciudadanos para usar las leyes que ya entraron en vigor, para hacerlo a conciencia y de manera colectiva, para llenar de denuncias a los funcionarios y los empresarios abusivos, para darles seguimiento activo y para cambiar las causas que han generado todos los socavones que han minado el Estado de Derecho. Los motores están en nuestras manos.

Investigador del CIDE 

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