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Las elecciones del Estado de México fueron (y siguen siendo) un compendio de excesos y despropósitos. Todos observamos cómo se usaron los recursos de los gobiernos federal y estatal para mantener su hegemonía electoral en aquella entidad y enviar un mensaje de triunfo para el 2018. Los dueños del poder no escatimaron medios para conservarlo. Pero del otro lado, lamentablemente, vimos un vasto repertorio de campañas negras y malas artes, que hablan del círculo vicioso en el que se han convertido los procesos electorales. Nadie salió ileso porque nadie se abstuvo de usar los puños. Y lo que sigue será peor.
La democracia mexicana está enferma. Hace tiempo que las jornadas electorales dejaron de ser fiestas cívicas para convertirse en batallas campales. Dejó de ser cierto que el día de los comicios es el día de los ciudadanos. Lo que hoy estamos viendo, en cambio, es el poderoso despliegue de aparatos políticos disputando los puestos públicos que, a su vez, se utilizarán para hacer la guerra en las elecciones siguientes. Y lo más grave es que ante esa patología, los remedios que se ofrecen no hacen sino agravar al enfermo: más dinero gastado ridículamente, más clientelas electorales y más mensajes de odio. Eso no es democracia.
Es obvio que esta locura por ganar puestos de cualquier modo debe acabarse. El modelo electoral mexicano, que en su momento permitió saltar del régimen de un solo partido a la pluralidad, está completamente agotado. No sólo ha producido prácticas agraviantes y odiosas de competencia entre partidos, sino que ha inyectado incentivos sobrados para corromper el régimen de muchos modos distintos. En lugar de generar conciencia cívica y aprecio por lo que es nuestro, los procesos electorales están destruyendo la convivencia. Ya es hora de hacernos cargo de que el diseño electoral mexicano de finales del Siglo XX ha concluido su ciclo vital.
Pero mientras esa conciencia se convierte en acción pública, es urgente salir de ese laberinto. Es mentira que las trampas en las que hemos caído se resuelvan acudiendo a la siguiente elección. A todas luces, la causa principal de los desarreglos de nuestro sistema político no se modificará repitiendo los mismos guiones hasta la náusea. Lo que está urgiendo es huir de esa ficción para comprender, de una vez por todas, que lo más importante está en salvar a la democracia fuera de los procesos electorales.
Es preciso amarrarle las manos a quienes están usando nuestros recursos públicos para ganar elecciones y nada más. Es imperativo fortalecer la organización política de los ciudadanos para modificar esas prácticas al margen de los comicios. Hay que cambiar desde la raíz las causas que perseguimos: no debemos tolerar que los puestos públicos se sigan repartiendo como botín de los ganadores de cada elección; nadie debería ocupar ningún puesto sin haber acreditado sus méritos para llegar ahí. Nadie debería gastar un solo centavo del presupuesto público sin sujetarse a procedimientos abiertos, sin rendir cuenta exacta de los resultados que ofrece y sin abrir toda la información al escrutinio social. Nadie debería utilizar las atribuciones que ostenta para forjar clientelas políticas, sin castigo. Nadie debería escatimar los recursos para otorgar servicios públicos dignos e igualitarios. Nadie debería quedar impune si no cumple sus cometidos.
Las causas sociales no deben confundirse con la mera competencia por el poder político. Esa ha sido la trampa en la que nos ha metido el modelo electoral que hoy tenemos. Hay que salir de ahí y hay que salir rápido. Gane quien gane, debe encontrarse con un muro social que le impida repetir el ciclo de abuso de los dineros e impunidad en el que se ha convertido este régimen. Esa movilización de conciencias es la que está haciendo falta para detener la trituradora política en la que hemos caído.
Investigador del CIDE.