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El proyecto democrático de México está amenazado por los enconos de los actores principales y por el justificado y creciente desencanto de la sociedad. Ambas cosas se refuerzan mutuamente y nadie está siendo capaz de romper ese círculo vicioso. Por el contrario, la desconfianza y las estrategias de ruptura predominan con creces sobre las iniciativas de concordia y convivencia entre ideas, percepciones y propuestas diferentes.
Cuando se haga el recuento de lo que hemos vivido en estos años, quizás quedarán más claras esas enormes resistencias que afrontaron las iniciativas destinadas a construir un futuro armonioso y justo para México. Y quizás, también, caigamos en cuenta de la profundidad de la batalla que se está librando.
Hay varios frentes abiertos en el país, concatenados. El más llamativo es el electoral: a medida que se acerca el final de este sexenio, la clase política no sólo vela armas para la cita principal del año próximo, sino que acumula medios y diseña estrategias para chocar. En esas condiciones, aunque la organización del proceso electoral fuera impecable, las circunstancias que le rodean son ominosas. No obstante, son evidentes los obstáculos para modificarlas a través del diálogo, rescatando la verdad sobre los problemas que enfrentamos y planteando la exigencia de respetar nuestros derechos.
De otra parte, la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción se ha complicado inútilmente. Las decisiones que tendrían que haber fluido como una prioridad indiscutible para los gobiernos del país se han convertido en un galimatías. El nombramiento del fiscal que sería responsable de combatir los delitos de corrupción está atorado en el Senado, por los desacuerdos y las desconfianzas mutuas entre intermediarios. Y a estas alturas, nadie sabe a ciencia cierta cómo salir de ese atolladero. En cambio, todos lo han venido usando para sus propias estrategias de campaña.
La credibilidad de los magistrados que juzgarán las responsabilidades administrativas derivadas de la corrupción también se ha puesto en jaque, por la imprudente decisión presidencial de proponer candidaturas para esos cargos, sin explicación alguna sobre los procedimientos seguidos para llegar a ellas. La expectativa es que el Senado de la República corrija ese error, pero una vez más, el tiempo sigue corriendo sin que haya visos de un arreglo razonable. Y mientras esos despropósitos suceden, varias entidades federativas siguen arrastrando los pies para actualizar sus propios sistemas de combate a la corrupción.
Los integrantes del Comité de Participación Ciudadana de ese sistema están haciendo todo lo que pueden por cumplir con su misión. Pero sería injusto suponer que el éxito de ese diseño dependerá solamente de ellos y, mucho menos, cuando hasta la fecha todavía no cuentan siquiera con una oficina para trabajar. Con todo, la secuela de esas resistencias no se vuelve acicate para poner orden en el caos, sino que, por el contrario, añade argumentos para incrementar la mecánica de los conflictos.
La lista podría abarcar muchas otras líneas. Pero mi punto es otro: de nada serviría negar o diluir esas resistencias con palabras más amables, porque el hecho es que las reglas y las instituciones democráticas que se han venido construyendo palmo a palmo están seriamente amenazadas. Si queremos defenderlas hay que hilar más fino, pues la sola existencia de esos proyectos no garantiza su éxito automático.
Hay que exigir, en cambio, que los derechos que protegen se mantengan vivos, más allá de las batallas que se están librando por conservar o hacerse del poder político entre tirios y troyanos. Para enfrentar las resistencias hay que saber nombrarlas: que nadie mate al mensajero, porque los verdaderos enemigos de la democracia están sueltos.
Investigador del CIDE