La sociedad mexicana está fragmentada de muchos modos diferentes. No sólo está dividida en clases cada vez más distanciadas y fracturada por la obstinada segmentación racial —apenas simulada por el mestizaje cultural que nunca consiguió quebrarla— sino que además está rota por las muchas violencias que la agreden. Siendo, casi todos, víctimas de esa fragmentación, también nos hemos vuelto victimarios de la armonía social en su conjunto. Nos tratamos mal, nos comunicamos poco y desconfiamos mucho.

Tengo para mí que los grupos que cohabitan México no se identifican tanto por sus características más o menos compartidas —por su edad, por sus creencias, por sus patrones culturales, por sus preferencias o por sus condiciones de vida—, cuanto por sus diferencias con los otros. Lo que entrelaza a una comunidad social más o menos visible en los barrios y en los pueblos del país no es su identidad establecida por la tradición o los valores compartidos, sino el rechazo a quienes consideran diferentes. Los muchos Méxicos que han sido advertidos una y otra vez en distintos momentos de nuestra historia por sociólogos, viajeros y antropólogos, hoy se han vuelto enemigos declarados de cualquier proyecto nacional.

En los extremos están, de un lado, las élites sordas y ciegas a las circunstancias que les rodean y, de otro, los millones de personas que apenas logran sobrevivir a la jornada diaria. Esta es la división clásica: la elitización y la lumpenización del país son dos fenómenos que corren paralelos y que bloquean la comunicación entre quienes no se reconocen de ningún modo como miembros de una comunidad más amplia. Los primeros difícilmente se ven a sí mismos como mexicanos —salvo cuando hay que hacer alardes ante otras élites—, mientras que los segundos están tan lastimados por su entorno, que jamás aceptarían mirarse al mismo espejo de quienes los han sometido hasta la vejación.

Con unos y otros resulta por lo menos difícil imaginar vías de comunicación capaces de poner a México por encima de sus diferencias. Es verdad que las redes sociales han potenciado las posibilidades de contacto entre personas y grupos diferentes. Pero también es cierto que esas redes reproducen las fronteras culturales y sociales que nos dividen tanto: no nos unen, sino que multiplican las distancias y las ahondan en el anonimato. Hay lenguajes, contenidos y valores que corren por las carreteras electrónicas sin tocarse ni escucharse mutuamente.

Por su parte, los estrategas de la comunicación mediática y política se han rendido a esa fragmentación y, haciéndolo, la han profundizado. Cada quien le habla a un segmento del país: a una porción de México. Pero nadie acierta a entrelazarlas, porque la clave de esos mensajes consiste en marcar las diferencias. En las percepciones sobre discriminación, por ejemplo, los datos nos dicen que la preferencia por un partido político determinado es una más de las formas en que los mexicanos levantamos fronteras para maltratarnos. Y muy pocos apuestan por aceptar la diversidad sin rupturas ni exclusiones, como Estado y como nación, porque si así lo hicieran tendrían que reconocer también las virtudes y los puntos de contacto con sus adversarios.

No obstante, las violencias desatadas entre los territorios culturales están poniendo en jaque la viabilidad misma del país a largo plazo. Cada nuevo asesinato, cada nuevo encono, cada nuevo abuso compromete la existencia de México como promesa. La idea según la cual una nación debe refrendarse cada día por la mayor parte de sus integrantes sigue siendo válida y sigue siendo la condición básica para emprender la solución a los grandes problemas que nos amenazan. Tenemos que hacer todo lo posible por volver de prisa a la primera persona del plural: nosotros.

Investigador del CIDE

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