La idea de los aparatos ha sido poco explorada en la ciencia política mexicana. Pero cada vez está más presente en nuestra realidad cotidiana. No son partidos políticos sino redes de alianzas entre individuos y organizaciones que se reúnen en torno de un liderazgo o una divisa, que comparten una mentalidad —más que una ideología— y cuyo principal lazo de identidad es la búsqueda y la conservación del poder.

La mayor parte de la historia mexicana se ha trenzado en torno de esos aparatos políticos. Durante el Siglo XIX, el más potente fue el que se construyó alrededor de la Iglesia Católica. Ese aparato controlaba la vida de la mayor parte de las personas, literalmente, de la cuna a la tumba. No se trataba solamente del predominio de un credo sino de su extensión hacia la vida civil y el gobierno. El llamado partido conservador no era sino un aparato sostenido por las redes de la Iglesia Católica a todo lo largo y ancho de la muy inestable República Mexicana.

Los liberales se opusieron a ese aparato con otras ideas, por medios violentos, pero también comprendieron que la única forma de hacerle frente en el largo plazo consistía en construir otro. Las Leyes de Reforma se hicieron, una tras otra, para desmantelar el predominio del aparato católico en la economía, en la política y en la vida social del país. Sin embargo, no fue sino hasta que se estableció la dictadura del general Díaz que la versión liberal de los aparatos políticos consiguió controlar al país. Y todavía vendría, más tarde, el coletazo de la guerra de los cristeros.

Advertidos de su pasado inmediato, los líderes que sobrevivieron a la Revolución Mexicana hicieron lo mismo: el paso del movimiento armado a la vida institucional se cimentó en la fundación del tercer aparato político dominante de la historia de México: el Partido de la Revolución Mexicana, abuelo del PRI. Este último, como el de la Iglesia Católica y el del Porfiriato, tampoco fue un partido político sino una amplia red de alianzas pragmáticas, con liderazgos pactados y una mentalidad más o menos vaga, adaptable pero convincente.

En conjunto, la mayor parte de la historia de México ha estado gobernada por aparatos. Descontando acaso el brevísimo periodo de la República Restaurada y los primeros años del Siglo XXI, el resto de nuestra trayectoria política ha sido ajena a la pluralidad democrática organizada en partidos consolidados, que representan ideologías claramente identificables y que compiten por dirigir la nación a través de la voluntad popular, con contrapesos legales irrefutables. La traza dominante de nuestras prácticas y de nuestra cultura política está en la vigencia de esos aparatos que hoy, una vez más, se están enfrentando entre sí. Eso es lo que estamos viendo: una contienda que no es de partidos, sino de aparatos políticos.

Por eso es difícil decodificar la coyuntura del día. Porque utilizamos categorías analíticas que no se corresponden con la realidad política del país, creyendo que hay partidos donde hay burocracias electorales con mucho dinero público y apoyos privados; ideologías donde hay pragmatismo; principios y convicciones, en vez de oportunismos; y competencia ciudadana entre programas bien definidos, en lugar de clientelas, corporaciones y alianzas a modo.

La lucha entre los aparatos políticos del Siglo XXI ya está en movimiento. Ninguno de ellos está pensando en la consolidación democrática del país, ni en la reivindicación de las leyes que ya tenemos para hacer valer los derechos, ni en la composición plural de la sociedad para potenciar nuestras mejores virtudes. Están cobijados por una fachada, pero los patios interiores de esa contienda están construidos de ambiciones puras y duras. La democracia se nos está escurriendo otra vez, como agua entre nuestras manos. Y una vez más, podría acabar en las cañerías.

Investigador del CIDE

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