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El lunes pasado, Lorenzo Córdova dijo que: “ni las instituciones, ni los partidos, ni las organizaciones de la sociedad hemos estado a la altura de los desafíos que nos impone una realidad tan cruda como la nuestra”. Al presentar la nueva Estrategia Nacional de Cultura Cívica (Enccivica) del Instituto Nacional Electoral, el consejero presidente de esa casa añadió que “hemos fallado en lograr que nuestra ciudadanía se apropie de los principios y valores de la convivencia democrática y con ello sea repelente a las expresiones antidemocráticas que campean en el mundo y también en nuestro país”.
Para conjurar la desigualdad, la pobreza, la violencia, la impunidad y la corrupción, “que integran el ominoso diagnóstico del que parte la Enccivica” —dijo Córdova— es necesario reconocer “que ni las instituciones han sido tan eficaces como lo necesita el país, ni la sociedad se ha involucrado lo suficiente para que sus autoridades ejerzan los poderes públicos en estricto beneficio de la sociedad misma”.
Comparto plenamente el diagnóstico y el sentido de la Enccivica, pero me detengo en la última frase citada, porque tengo para mí que compendia el núcleo duro del diálogo al que nos está convocando el INE. Todos los datos nos dicen, en efecto, que la gente aprecia cada vez menos el régimen democrático que hemos construido. Pero todos los datos nos confirman, también, que el desencanto tiene su origen en los magros, contradictorios y desiguales resultados que nos han entregado las instituciones públicas del país. Y en esta materia, el orden de los factores sí altera el producto.
No se puede pedir a la sociedad lo mismo que debe exigirse a los intermediarios políticos, porque no ocupan los mismos espacios ni comparten la misma responsabilidad. Y tampoco debe confundirse a las organizaciones de la sociedad civil con la idea misma de la sociedad, a secas, pues las primeras no representan a la segunda. Quienes representan a la sociedad son los políticos electos a través de los votos y, con muy pocas excepciones, quienes los postulan son los partidos políticos. Si la sociedad, en general, no se siente bien representada y se aleja de los principios y los valores de la convivencia democrática, es porque sus intermediarios le han dado la espalda. Esa es la verdad, pura y dura.
Comprendo que el INE no puede ni debe entrar en conflictos inútiles con partidos y gobernantes. Su tarea principal es organizar elecciones y crear condiciones para que los resultados electorales sean aceptados. Pero sería un error suponer que la apropiación de la democracia por los ciudadanos —es decir, por quienes son sus titulares definitivos— debe pasar por el tamiz o la aprobación previa de los dueños actuales del régimen. De ser así, no estaríamos llegando hasta la raíz de las causas que han deteriorado la democracia. La propia Enccivica, con razón, pide que la verdad, el diálogo y la exigencia procedan desde abajo y desde adentro, no desde fuera del mundo de vida de las personas y desde la altura de quienes ya ejercen el poder público.
Para crear en serio una nueva cultura cívica hay que iniciar —¿cuántas veces debo escribirlo?— una verdadera revolución de conciencias, que ya no pase más por el permiso y el aval de los poderosos, sino que haga posible que los ciudadanos —no las organizaciones sociales— nos adueñemos de las leyes que ya tenemos, que las hagamos cumplir decidida y solidariamente (en bola y no solos, porque solos nos hacen pedazos) y que dejemos de hacer el caldo gordo a quienes nos juran que en la próxima ronda vendrá el bueno. El INE tiene la potencia institucional suficiente para convocarnos a decir la verdad, a dialogar con toda franqueza y a exigirnos unos a otros una vida mejor. Pero sin perder de vista que el Estado, la democracia y las instituciones no son patrimonio de intermediarios.
Investigador del CIDE