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Ya nos había pasado con los festejos del Bicentenario de la Independencia, en el año 2010: como nadie fue capaz de capturar y expresar el contenido del espíritu nacional, acabamos conmemorando la identidad mexicana con una estela de luz corrompida, con una estatua espantosa que intentaba compendiar nuestro fenotipo —y que por fortuna desapareció— y con mucho folklor. Formas que dieron cuenta del fondo: a falta de un acuerdo cierto sobre lo que somos y queremos seguir siendo, nos quedamos con los colores y los sabores festivos, la música, la comida y los símbolos patrios.
Ahora que enfrentamos a un enemigo declarado, poderoso e irreductible, ya no estamos ante el desafío de defender una identidad que no acabamos de definir, sino frente a la obligación de darle viabilidad al futuro de México. Pero no el México folklórico y pachanguero que a duras penas coincide con los apremios y las angustias del México real y profundo, sino el que conformamos los seres humanos de carne y hueso que reclamamos un horizonte sensato y digno de vida en común. Esta vez no estamos ante una fiesta, sino ante la necesidad imperativa de reconstruir nuestros vínculos para derrotar a la adversidad, remontando nuestras debilidades.
Tengo para mí que el desafío más importante es reconstruir el Estado desde la raíz. Pero no el Estado que se confunde con el gobierno, los partidos o los burócratas, sino el que haga posible la organización política de los mexicanos. Por una vez, es indispensable que modifiquemos la relación de subordinación entre los poderosos y el pueblo y que quebremos la distancia que separa a los intermediarios políticos de la gente. Es incluso urgente darnos a esa tarea, porque aunque la amenaza está fuera, nuestras guerras internas nos han hecho trizas.
No sólo la guerra que se ha librado en contra del crimen organizado, dejando un caudal de tragedias, sino las otras: las que nos han separado una y otra vez porque hemos sido incapaces de hacer valer nuestros derechos en condiciones de igualdad y exigencia, en la misma medida en que hemos asumido que el Estado le pertenece a quienes se lo han apropiado a través de los aparatos políticos, burocráticos o de las oligarquías que no sólo consiguen influir en sus decisiones, sino que las capturan como si fueran su patrimonio.
Si no hemos conseguido arraigar una identidad nacional que vaya más allá de los símbolos patrios y de las fiestas, es porque los asuntos públicos han sido usurpados por intermediarios políticos —formales e informales— que han construido verdaderas murallas internas para marcar territorios. En esas condiciones, nuestro Estado se ha vuelto impotente por fragmentado, capturado por intereses privados y opuestos e incapaz, por lo tanto, de actuar con el apoyo decidido y sincero de la sociedad. ¿Cómo podría la mayoría de los ciudadanos actuar de la mano con esos individuos que la han excluido y que no han sido capaces de ofrecer solución práctica a sus problemas, ni canales de interlocución válida?
El señor Trump —o cualquier otro enemigo— actuaría con más cautela si encontrara en México un Estado sólido, capaz de convocar con honestidad a la sociedad para defender su identidad agraviada y su proyecto de vida en común. Pero eso no será posible mientras la gente no haga suyo el espacio público, mientras no se organice para exigir que las leyes se cumplan y no se identifique con los demás para defenderse conjuntamente, tanto de quienes nos amenazan por fuera, como de quienes nos dañan por dentro.
No es cierto que mi libertad termina donde comienza la tuya; mi libertad, para serlo de veras, comienza donde se une a la tuya: nuestras libertades son cosa de todos y por eso, nuestra soberanía no sólo estará vulnerada por quienes nos quieren poner de rodillas, sino por quienes nos han despojado de nuestra casa.
Investigador del CIDE