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No se me ocurre otro nombre para describir la mecánica implícita en las leyes que atañen a la rendición de cuentas y que empoderan a los ciudadanos para exigir que las autoridades cumplan con su cometido. Son normas que prometen cambios definitivos en la gestión pública de México, en todos sus niveles, pero cuya eficacia depende de la presión que haga la sociedad para darles cumplimiento. Leyes que servirán si, y sólo si, somos capaces de aprender a usarlas de manera constante, organizada y colectiva.
La lista es larga, pero hay dos grupos de reformas constitucionales y legales que la propia sociedad ha impulsado durante lo que va del siglo y que responden claramente a esa mecánica: las de transparencia y las diseñadas para combatir la corrupción. En ambos casos, hay dependencias garantes de los derechos que protegen. Sin embargo, las claves de su operación descansan en la presión social: si la gente aprendiera a usarlas y se pusiera a la tarea de aprovecharlas para vigilar activamente que los gobiernos y los intermediarios políticos no se desvíen de sus propósitos, esas leyes podrían modificar el horizonte democrático de México.
A pesar de todos los problemas que nos desafían, hoy sabemos mucho más sobre los asuntos públicos que nos atañen y contamos con muchas más herramientas de información y colaboración social que en cualquier momento del pasado. Y durante el año que ya corre entrarán en vigor las leyes anticorrupción y los nuevos medios legales para denunciar desvíos y negligencias de toda índole, bajo el cobijo de un nuevo sistema de responsabilidades administrativas y penales. Y aunque los intermediarios políticos y las burocracias se resisten a esos cambios y siguen buscando la forma de eludirlos —como sucede con la controvertida y lamentable iniciativa de Ley General de Archivos, que todavía hoy amenaza con bombardear el edificio construido—, lo cierto es que la impronta de esas modificaciones institucionales podría ser irreversible, siempre y cuando nos dispongamos a usarlas entre todos. He aquí el nuevo campo de batalla.
Pongo un ejemplo: en los próximos días, la Comisión de Selección del Sistema Nacional Anticorrupción decidirá quiénes serán los primeros integrantes del Comité de Participación Ciudadana. Esa Comisión ha hecho un trabajo impecable y la lista de las personas que asistirán a las entrevistas públicas es muy prometedora. Empero, a ese proceso le ha faltado acompañamiento social. Y aunque a estas alturas podemos estar seguros de la calidad de los cinco miembros de ese comité, sería un error garrafal creer que su presencia podría suplir la organización y la presión social indispensables para afirmar que por sí mismo ofrecerá resultados exitosos.
Los consejos y los comités dedicados a darle sentido al control democrático de la autoridad no pueden ni deben funcionar solos. No están diseñados para representar a nadie, sino para convocar y darle cauce a la organización social. Como lo han probado los órganos de transparencia, su visibilidad y su eficacia no dependerán tanto de su labor rutinaria cuanto de sus habilidades para conectar y entrelazar ciudadanos que no estén dispuestos a rendirse, ni a abandonar la gestión pública en manos de los intermediarios que la han convertido en patrimonio personal. Este conjunto de instituciones nuevas está llamado a transformar la administración pública de México, pero su condición es que los ciudadanos se apropien de ellas.
Todos sabemos que el 2017 será un año muy difícil —ya lo está siendo—. No obstante, si en el trayecto de los sinsabores que habremos de afrontar aprendiéramos a pulsar los botones adecuados de las leyes que nos permiten saber, vigilar, exigir y, de ser preciso, denunciar y corregir, quizás podamos vivir de otra manera, más digna, más honesta y más democrática.
Investigador del CIDE