El presidencialismo está en el ADN de la cultura política mexicana. No importa cuántos límites se le hayan puesto al titular del Ejecutivo, qué tan sólido sea el equilibrio entre los Poderes, cuántos órganos autónomos del Estado se sumen o qué tan potentes sean las facultades de los gobernadores, que el país sigue pensando y viviendo en clave presidencial.

El eje sobre el que gira la vida política mexicana sigue siendo el mismo que en el pasado: el sistema métrico sexenal que observó don Daniel Cosío Villegas está intacto. Como si no hubiese pasado nada desde los años ochenta hasta nuestros días, como si no existiera un nuevo régimen de partidos que gobiernan segmentos muy amplios del territorio, como si la vida parlamentaria no tuviera fracciones diversas en la federación y en las entidades, como si los medios y las redes sociales no tuvieran márgenes de libertad cada vez más extensos, como si los gobiernos municipales no estuvieran más repartidos que nunca entre fuerzas políticas diferentes, como si la sociedad civil siguiera siendo la misma de siempre. Todo da igual: la organización de la vida política nacional es indiferente a esos cambios, pues el tema que interesa y otorga sentido al sistema político en su conjunto sigue siendo, obstinado, el de la sucesión presidencial.

Por esta razón, en lugar de adaptarnos a las exigencias del siglo XXI, nos movemos de vuelta hacia el XIX, pues aun carecemos de un arreglo político suficiente como para dirimir ese tema fundamental sin contener el aliento. La ilusión de un sistema electoral aceptado por todos los contendientes nos duró poco. En cambio, persistió la obsesión por controlar la Presidencia de la República a cualquier costo y por someter todos los proyectos políticos —más allá de su envergadura o su trascendencia— a ese imperativo.

Es una locura que causa daños por todas partes. No sólo distrae y desvía la tarea que deben hacer los gobiernos, integrados por equipos políticos que compiten abierta o soterradamente por obtener la candidatura presidencial desde el gabinete o las gubernaturas de los estados; no sólo genera el fracaso de los programas que en lugar de servir a la sociedad se proponen ganar clientelas electorales; y no sólo cancela proyectos que reclaman más tiempo que el fijado por el final del sexenio, sino que destruye alianzas políticas que —de no estar condicionadas por la obsesión sucesoria— serían naturales para las mejores causas democráticas del país.

Pero es imposible hablar siquiera con quienes tienen la mirada y el pensamiento fijos en la sucesión de 2018. Nadie escucha a nadie, sino entre líneas: no importa lo que se diga o se haga, más allá del subtexto de la contienda presidencial. Abatir la desigualdad, contener la inseguridad o combatir a la corrupción con proyectos viables y esperanzadores es mucho menos relevante que leerlos en clave de conveniencia política en torno de la Presidencia de la República. Si no dan votos y respaldos políticos inequívocos a quienes aspiran al puesto, esos proyectos son atacados con furia. No importa su contenido, ni la fuerza que podrían adquirir mediante el respaldo mutuo. Lo único que interesa es que cada quien logre jalar agua para su molino presidencial.

Y mientras más se acerca la sucesión, mayor es el ánimo de caníbales que se adueña de la clase política del país y mayor la percepción pública (equivocada) según la cual todo renacerá al comenzar el siguiente sexenio, por la gracia de quien resulte finalmente ungido con la banda presidencial. ¡Vaya tontería! Si la energía social que se pierde en esa quimera se utilizara en hacer avanzar la agenda democrática e igualitaria de México, ya habríamos resuelto buena parte de nuestros problemas. Pero locos e ingenuos, seguimos repitiendo el guión del canibal, sin falta, cada seis años.

Investigador del CIDE

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