Para evitar cualquier implicación religiosa que niegue la pluralidad de creencias, se ha vuelto políticamente incorrecto desear una Feliz Navidad. Es preferible decir —porque algo debe decirse por estos días—: Felices Fiestas. Pero lo cierto es que tampoco es cosa sencilla formular ese otro deseo, porque estamos viviendo con el alma en vilo mientras llega 2017 con todas sus amenazas.

Entre ellas, las que trae consigo el fanatismo religioso que suele exacerbarse por estos días. Apenas esta semana presenciamos el asesinato del embajador de Rusia ante la República de Turquía, mientras otro individuo arrasaba en Berlín a un grupo de personas que hacía compras navideñas. Dos tragedias que no están aisladas, que suceden luego de una larga lista de despropósitos cometidos por la sinrazón religiosa y que anticipan, a su vez, la continuación de guerras que no nacieron animadas por la ambición de dominio territorial sino por la negación violenta de las creencias opuestas.

Concedo sin titubear que hay otras formas de fanatismo que dañan tanto o más a la cordura del mundo. El que ha inoculado el próximo presidente de Estados Unidos cabe perfectamente en esa otra clasificación, pues también niega el derecho a existir a cualquier individuo que contradiga la fe propia —aunque no se presente como un designio divino. En ambos casos, sin embargo, lo que me resulta aterrador es que los mayores conflictos que nos está ofreciendo el siglo XXI ya no podrán resolverse mediante el reparto de territorios y la construcción de fronteras a la “antigüita”, porque son guerras que se originan en las conciencias.

Hay una cierta tozudez entre quienes siguen leyendo esos conflictos con las lentes del siglo pasado, obstinados en la idea de que estamos ante la confrontación violenta entre poderes que, algún día, llegarán al sometimiento de unos sobre otros o al equilibrio entrambos. Tengo para mí que esa lectura no hace sino incrementar la violencia, pues el sustrato de las muchas guerras y desencuentros que hoy estamos viviendo está en el poder de la fe: en las más profundas creencias de quienes están dispuestos a destruir al contrario, para salvar su alma.

El siglo XXI nos ha propuesto una trampa insalvable por medios tradicionales: si acaso es cierto que las religiones nacieron para apaciguar y otorgarle cohesión a los pueblos, compartiendo creencias y construyendo comunidades afines, en nuestros días se han convertido en la causa más poderosa de las diferencias entre individuos y sociedades. Traspasado el umbral de la vida íntima, la intolerancia religiosa destruye familias, sociedades y estados. Y se podrá disparar tantas veces como se quiera para eliminar infieles y opuestos, que seguirá siendo cierto que las conciencias no se destruyen con balas.

México se ha defendido de esa aguamala, pero no está a salvo de su expansión. Ya hemos sufrido muchas veces los daños que pueden causar las creencias que escapan de la intimidad para volverse intolerancia política. Y todavía los sufrimos, convertidos en franca discriminación y exclusión de quienes piensan y creen algo distinto al dogma predominante. La amenaza que ya cruza al mundo, se está colando por nuestras propias paredes. Y sería un error garrafal no advertirlo o, peor aún, suponer que el problema podría resolverse optando por convertir en decisiones políticas los contenidos de los libros sagrados.

La vida política debe ser laica y el Estado debe obstinarse en defender esa laicidad en todas y cada una de sus decisiones. Que cada quien crea lo que quiera, pero que nadie le imponga su fe a los demás. Quien suponga que eliminando a los diferentes le hace un servicio al Supremo, debe saber que en realidad se lo está haciendo a los demonios que recorren el mundo. Ojalá hubiera Felices Fiestas, sin religiones que nos destruyan.

Investigador del CIDE

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