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De entrada, debe remontar tres lastres: el de su cercanía con el presidente Peña Nieto quien, calculando la dificultad de negociar los vetos del Senado, optó por proponer a alguien que formó parte de sus filas. Por otra parte, habrá de afrontar el descrédito acumulado tras el lamentable episodio de la llamada Casa Blanca. Y además, tendrá que reconstruir una dependencia que quiso llevarse a la extinción.
Llega además al final de un sexenio que ha estado marcado por la corrupción, en vísperas de los dos años más difíciles de transitar, con la exigencia de estar a la altura de las expectativas generadas por el Sistema Nacional Anticorrupción; y, por si fuera poco, con un déficit notorio en materia de acceso a la información y servicio profesional de carrera. En esas condiciones, la nueva titular de la Función Pública, Arely Gómez, está obligada a tomar decisiones estratégicas en plazos contados por minuto.
Paradójicamente, la desconfianza pública obra en su favor, pues nadie espera grandes novedades de esa dependencia rediviva. Sin embargo, tendrá que proponer y conducir el cierre del periodo de gobierno, para evitar que el desorden y la indisciplina administrativas acaben por generar un caos de fin de fiesta, acrecentado por los abusos habituales del proceso electoral.
Después de haber sido despreciada durante años, la Secretaría de la Función Pública tendrá que pasar a jugar un rol central en el gobierno federal. No sólo por razones técnicas sino políticas, pues si alguna esperanza le queda al PRI de volver a ganar la Presidencia, ésta se vendría abajo por completo si en los últimos meses del gobierno volviesen a brotar escándalos de corrupción, derivados de la desatención o la negligencia de su sistema de control interno.
Por lo demás, el Inai acaba de prorrogar las fechas para que los entes públicos cumplan sus obligaciones de transparencia cabalmente. Debieron hacerlo en noviembre, pero los comisionados les han dado permiso de honrar sus compromisos hasta mayo. Es una decisión decepcionante, que no sólo habla de la permisividad del órgano garante del acceso a la información, sino de la morosidad con la que el gobierno mexicano ha tomado el tema. La burocracia no sólo ha reaccionado con molestia ante el derecho ciudadano a saber, sino que también es obvio que está haciendo falta liderazgo para cumplir con esa obligación elemental. Y dado que la entonces senadora Arely Gómez estuvo al frente de la hechura de la Ley General de Transparencia, es apenas razonable demandarle que esa ley sea cumplida sin retruécanos.
Y lo mismo puede decirse de las múltiples observaciones que ha emitido la Auditoría Superior de la Federación para mejorar el desempeño de la gestión pública. Esas observaciones se “solventan”, pero lo fundamental no cambia. Como si fueran adolescentes regañados, los altos funcionarios de la administración pública responden a regañadientes al reclamo de los auditores —a quienes perciben como una pesadilla—, sólo para repetir las mismas conductas inmediatamente.
Pero el mayor desafío estará, seguramente, en evitar que durante 2018 la burocracia federal se vuelque hacia la campaña electoral del PRI. Si la Función Pública no consigue conjurar esas prácticas corruptas, será imposible ocultarlo y cavaría la tumba definitiva del sexenio. No bastaría que en el camino entregara algunos peces gordos para saciar el apetito de la multitud, porque incluso ese recurso típico ya está agotado tras la fuga de Javier Duarte.
En conjunto se trata de una tarea mucho más fina, cuyo reto principal es salvar al Estado de sus propios despropósitos. Si alguien piensa que Arely Gómez asumió una tarea más fácil después de PGR, se equivoca: ninguna responsabilidad será mayor que entregar cuentas decentes y creíbles al final de este sexenio.
Investigador del CIDE