Con toda razón, hemos reaccionado con angustia ante los resultados electorales de Estados Unidos. No sólo nos preocupan las consecuencias del inminente enfrentamiento que amenaza nuestras relaciones con los vecinos poderosos sino, en un sentido más profundo, nos interesa asimilar y comprender las razones que hicieron ganar al candidato que logró exacerbar el espíritu más conservador, más racista y más xenófobo de América.

Muchos cometimos el error de asegurar que Trump nunca ganaría las elecciones. Confíamos en los datos que arrojaban las encuestas, pero también creímos que era imposible que ese caudal de prepotencia y de cinismo contara con el respaldo de la mayoría. “Nada es verdad ni es mentira —reza el conocidísimo poema de Ramón de Campoamor—, todo es según el color/del cristal con que se mira”. Así que nos asomamos solamente a nuestros propios miradores e ignoramos la realidad política que se iba conformando ante nuestra incredulidad, hasta desembocar en el acontecimiento que está llamado a marcar el verdadero nacimiento de este nuevo siglo: la peor pesadilla de Philip Roth, La conjura contra América, consolidada con políticos de carne y hueso.

Pero me pregunto si no estamos cegándonos del mismo modo respecto a nuestras propias pulsiones nacionales. Si no estamos siendo dominados, como los estadounidenses, por las ideas más conservadoras que han ido colándose por las rendijas hasta convertirse en la clave de la acción política. ¿No es esto lo que ha venido sucediendo durante el siglo XXI mexicano?

Es verdad que algunas decisiones principales parecían apuntar hacia la tolerancia, la democracia y la igualdad. Reformas constitucionales como la de 2011, en materia de derechos humanos; la de 2014, respecto a la transparencia de la información pública; la de 2015, que creó el Sistema Nacional Anticorrupción, nos trajeron alientos de esperanza. Pero tras ellas, ha venido el predominio de la realidad conservadora.

La propuesta igualitaria más audaz que había presentado el presidente Peña Nieto, promoviendo la aceptación del matrimonio homosexual —que además ya había sido reconocido formalmente por la Corte— se detuvo de repente ante la presión de los conservadores. ¿Por qué cambiaron de opinión tan bruscamente los pilotos del gobierno? ¿Quizás porque calcularon el costo electoral de una decisión de esa naturaleza?

Algo similar ha ocurrido con la ratificación del Convenio 189 de la OIT, que de ser ratificado por el Estado mexicano reconocería los derechos del trabajo doméstico. Pero eso tampoco ha sucedido, quizás porque los grupos más conservadores del país se llamarían a agravio si les quitaran la posibilidad de seguir esclavizando —casi literalmente— a quienes les sirven en su casa. Y por supuesto, parece imposible avanzar dos metros más en el reconocimiento del consumo de la marihuana, así sea para propósitos médicos o quebrar las resistencias para garantizar la apertura de los archivos burocráticos.

¿Qué país es más conservador? ¿Estados Unidos, que ha entregado el poder presidencial a Donald Trump, o México, cuyo gobierno ha clausurado la agenda de la igualdad entre todas las personas? Allá votaron por la pesadilla, pero lo hicieron libremente; acá, en cambio, el triunfo de los conservadores transcurre por los pasillos de las negociaciones con los poderes fácticos, leyendo encuestas y haciendo cálculos electorales. Pero el resultado no es muy diferente: nos dolemos de las posibles consecuencias que traería la intolerancia más allá de las fronteras, pero estamos reproduciendo y reafirmando cada día las mismas prácticas. El racismo, el clasismo, la cerrazón y la exclusión deliberadas no son fenómenos ajenos a la cultura de la clase dominante de nuestro país. Y tampoco al gobierno que tenemos.

Investigador del CIDE

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