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La escalada de violencia que está viviendo el país es la secuela de una larga lista de errores, desviaciones y negligencias y es, también, el reflejo de las muchas debilidades que están desafiando al Estado mexicano por todas partes. No obstante, tengo para mí que entre esos errores está el haber perdido de vista la dimensión humana de ese fenómeno. Una dimensión que, recuperada, seguramente ayudaría a mitigar las tentaciones cada vez más tangibles de confundir la reconstrucción del Estado con la reconstitución del autoritarismo que ya habíamos dejado atrás.
Detrás de cada individuo dispuesto a matar a otro hay siempre una biografía terrible. La mayor parte de los delincuentes arrastra proyectos de vida frustrados o enganchados, desde un principio, a circunstancias que simplemente les niegan la posibilidad de entrelazarse con quienes no pertenecen a su entorno vital. No los disculpo por los crímenes que cometen ni suscribo el ambiente de impunidad que los exime —debido a las impotencias y prepotencias acumuladas por el Estado— de pagar las penas que se merecen. Nada de eso. Pero también observo que, con demasiada frecuencia, quienes gozamos de vidas menos difíciles nos percatamos de su presencia cuando ya es demasiado tarde: cuando la brutal segmentación de la sociedad los ha convertido en su escoria.
A diferencia de los programas sociales que, hacia el final de los años noventa, se plantearon la focalización de los gastos —individuo por individuo— para evitar que el dinero público fuera capturado por quienes no lo necesitaban, en materia de prevención del delito seguimos pensando y actuando a través de colectivos que son imprecisos y que profundizan nuestra ignorancia sobre los casos particulares. Dudo mucho que los aparatos del Estado mexicano hagan un cuidadoso trabajo de inteligencia humana, caso por caso, para saber qué hay detrás de las personas que se han vuelto en contra de todos, de dónde vienen, en dónde crecieron, por qué se convirtieron en parte del crimen organizado, quiénes son sus amigos: qué hay, en suma, en la biografía de esos destinos frustrados. Datos indispensables no sólo para desarticular las redes que han ido acrecentando la espiral de violencia, sino para tratar de rescatar a otros seres humanos con rasgos afines.
De otra parte, también en la policía hay seres humanos que aspiran a forjarse un destino digno y necesitan el reconocimiento de su labor. Combatimos a la violencia entre sombras, a través de cuerpos de seguridad que ocupan los últimos lugares del aprecio social, que ganan salarios ridículos por jugarse la vida para proteger la de otros y que deben ocultarse de las miradas ajenas —o soportar su reprobación— para convivir con cualquier otro individuo en su entorno social. Los policías también sobreviven medio encerrados entre los miembros de sus corporaciones y obligados a compartir códigos de convivencia y afecto cada vez más distantes del mundo que los rodea. El juego de policías y ladrones es, entre las violencias que nos aturden, una tragedia humana por ambos lados de la moneda.
Esa tragedia está lastimando a toda la sociedad porque, de un lado, estamos siendo incapaces de cercar los medios de reclutamiento y acción de los criminales y, de otro, porque tampoco estamos ofreciendo proyectos de vida y carreras profesionales dignas a quienes han de enfrentarlos. Nos cuesta tanto entender que los primeros son resultado de las muchas desigualdades y odios que hemos alimentado por décadas, como el hecho de que los segundos —los policías— encarnan y representan la debilidad del Estado, padeciendo un desprecio social que a duras penas logra distinguirse del que merecen los criminales. Debemos recuperar el sentido humano de esta batalla o acabaremos mordiéndonos unos a otros como animales.
Investigador del CIDE