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A Karen y Dani, transterrados.
Transterrado y desterrado son palabras que hablan de nostalgia y pertenencia. El transterrado —decía Gaos— lleva su tierra a lo largo de su viaje y en ella hinca sus raíces. Añora el entorno que rodeaba y protegía esa tierra pero, aún así, la lleva consigo y a pesar de todo sus raíces se mantienen vivas. Es más dichoso que alguien desterrado: este simplemente fue arrancado del lugar en el que fue sembrado y florecía. Ya no pertenece al lugar en el que está ni reconoce los paisajes en los que ha de sobrellevar la vida. Su nostalgia es de otra catadura: el primero se resiste a abandonar su tierra y por eso protege el puñado que le da sentido, el segundo simplemente la perdió.
¿Pero qué nombre debe darse a quien jamás ha conseguido echar raíces? Transterrados y desterrados tienen un lugar al que volver; este último, solamente un lugar a donde ir. Los primeros atesoran sus recuerdos, los convierten en objetos que adquieren un valor inexplicable para quienes no comprenden su desdicha, los cantan en sus himnos, aguzan las memorias para no olvidar jamás y para insistir en que el pasado será siempre su futuro.
¿Qué buscan en cambio quienes no tuvieron nunca esa sensación de pertenencia? Apenas llevan la ropa que los cubre y el cuerpo que les pertenece. Viajan incansablemente, buscan, inventan su futuro con el mismo afán que aquellos añoran sus pasados. ¿Qué nombre debe darse a estos viajeros de la imaginación y la esperanza? Los eternos expulsados.
Los transterrados, a pesar de todo, pueden florecer. Y florecen. Con frecuencia sus raíces, aun desplazadas por el ventarrón de la tragedia, son tan fuertes que consiguen elevar troncos que parecen rocas y se ramifican con generosidad. Es cierto: cada nuevo brote es al mismo tiempo una forma del recuerdo y la nostalgia.
¿Qué sienten en cambio quienes corren de un exilio al otro, aun sin moverse de las mismas calles, buscando por fin un sitio donde florecer? No conservan casi nada y sus recuerdos no son gratos, por eso fácilmente se convierten en olvidos. A veces entresacan con los dedos algunas piezas de memoria para defenderse, para sostener que alguna vez tuvieron una tierra como los demás y una identidad que les dio sentido, pero mienten y saben que mienten para sobrevivir. Para éstos, los sin nombre, los sin tierra, no hay más remedio que mirar hacia delante, ansiosamente, en busca del proyecto y del lugar que finalmente les permitirá fincar sus casas, empezar a acumular recuerdos, contar historias del pasado que, de momento, no son sino la historia del futuro que construyen mientras lloran. Pero su llanto no es el de la memoria y la nostalgia, sino el del despojo y la carencia. Para ellos no hay otra posibilidad que seguir andando, seguir soñando, seguir viviendo cada día como si cada uno fuera el anuncio del lugar definitivo en el que echarán por fin raíces. Les gustaría rebuscar en sus archivos, mirar fotografías, mostrarse en los objetos y las cosas que los nombran. Pero no hay archivos, ni fotografías, ni objetos, ni cosas y tampoco nombres para reconocerlos.
Su territorio todavía no llega, todavía no existe, todavía no nace. Lloran la nostalgia de lo que nunca ha sido. Viven la vida hacia delante, porque si se atreven a mirar atrás, el vacío y la oscuridad los nubla y los aterra. Temen tanto sus recuerdos, como los necesitan quienes han perdido sus espacios. Por eso les cuesta dialogar aunque se comprendan mutuamente. Mientras transterrados y desterrados aspiran a volver a casa para morir en paz, los aterrados no hablan sino de lo que vendrá, no piensan sino en lo que podría ser, no viven sino para recordar el futuro que soñaron y que, como el horizonte, se les escapa cada día. Están condenados a moverse; están condenados a la imaginación; están condenados a la vida.
Investigador del CIDE