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Esta vez no hubo informe de gobierno. No me refiero al documento que el Jefe del Ejecutivo debe entregarle al Legislativo por mandato constitucional, sino al ritual político y al interés que solía despertar ese mensaje. No es un cambio democrático, sino un síntoma del deterioro que ha sufrido la investidura del presidente. Un síntoma de una enfermedad mayor: la profunda distancia que separa a los mexicanos de los poderes públicos. Y todavía faltan dos años para que termine este sexenio.
Enrique Peña Nieto ganó la Presidencia tras haber sido uno de los gobernadores más poderosos del país. Pero fue siempre un político local, protegido por su familia, sus correligionarios y el ambiente favorable en el que aprendió todas sus artes. De ahí que uno de los mayores riesgos que planteara su candidatura —construida con mucha pericia mediática y corporativa— fuera su inexperiencia en las grandes lides nacionales. Tras su elección, muchos temíamos que el nuevo presidente creyera que gobernar a México equivaldría a gobernar el Estado de México, añadiendo más gente y más territorio. Y hoy ese temor se ha confirmado.
Al principio del sexenio, la imagen de eficacia del Ejecutivo fuerte y joven capaz de hacer cumplir sus compromisos (“te lo firmo y te lo cumplo”) sedujo a mucha gente. Fue, de hecho, uno de los argumentos principales esgrimidos por sus estrategas de campaña y una de las piezas centrales de los primeros meses de su gobierno. Una imagen que se acrecentó con la firma del Pacto por México que le dio aliento a sus primeras acciones. Pero gobernar una entidad federativa —por importante e influyente que sea— no es lo mismo que encabezar el gobierno de todo el país. Y apenas al segundo año de este periodo, esa diferencia comenzó a marcar el abismo que habría de separar al gobernador del presidente.
Atado a su experiencia previa, Enrique Peña Nieto comenzó a tropezar muy pronto con los desafíos mucho más complejos que retaron su idea de dirigir a México a golpes de eficacia, persuasión e imagen. Los acuerdos iniciales se rompieron, los medios de comunicación y los líderes más críticos nunca se doblegaron, las promesas de eficacia se fueron diluyendo ante la gravedad de los problemas nacionales sin solución inmediata y luego vinieron los descalabros de Ayotzinapa, la casa blanca y toda su zaga. Esos casos fueron demostrando que quien habitaba la casona de Chapultepec todavía no llegaba a ser presidente. Y cada uno fue minando poco a poco la investidura que hoy está moralmente vacía.
El informe desairado no hizo más que confirmar lo que todo el mundo vio el día anterior: un presidente que no era un presidente, sino un gobernador que entrega obras, gestiona presupuestos y ofrece grandes proyectos, sumiso a la campaña del candidato gringo (gringo, escribo, en el peor de los sentidos que esta palabra ya en desuso solía denotar para mi generación); alguien sin los tamaños para reaccionar ante el insulto directo, reiterado en su presencia por quien ha ofendido a toda una nación; e incapaz, también, de ofrecer siquiera una explicación razonable. Lo que vimos fue a un político local, sometido a la agresiva personalidad de un empresario plagado de ambiciones que quiere gobernar al país más poderoso del mundo.
En su informe, sin embargo, el gobernador que no ha logrado llenar la investidura presidencial pretendió repetir la fórmula que le llevó hasta Los Pinos: golpes de imagen —malogrados hoy, por sus propios errores— y la oferta inútil de cumplir otros cinco puntos para cambiar a México, cuando está en la recta final del sexenio. Casi nadie escuchó ya ese mensaje, porque casi todos hemos constatado que el presidente camina desnudo. O para ser exactos: que aunque el gobernador se vista de seda —y con la banda tricolor— gobernador se queda.
Investigador del CIDE