No es prudente trivializar la profundidad de los riesgos que está corriendo el país. No se trata de otra crisis económica, ni del mantenimiento de la estabilidad a pesar de la desigualdad, ni de la “guerra contra el crimen organizado”, ni de fenómenos aislados de fragmentación social, ni de nuevos escándalos de corrupción, sino de la combinación de todo eso, con el muy delicado añadido de la pérdida de confianza en el Presidente. Por primera vez en décadas, es cierta la posibilidad de que una administración resulte incapaz de concluir su periodo.

Dadas estas circunstancias y asumiendo con responsabilidad que los dos años por venir no serán mucho mejores en ninguna de las variables principales que afectan la vida de México, la cuestión más importante es salvaguardar el proyecto democrático del país y trazar el mejor tránsito razonable hacia la siguiente década. Imaginar el puente que puede unir el final de este sexenio con los primeros años del posterior.

Es preciso comprender que la agenda del país ya no puede seguir siendo la misma. A pesar de que los problemas son básicamente los mismos, la agenda ha cambiado. No tiene sentido seguir disputando soluciones que tomarán años, mientras apremia el cortísimo plazo. La agenda política de México no puede ser otra que salvar a la democracia. No hay una tarea más urgente que ésta. Esto es, abrir todos los espacios para que los ciudadanos encuentren un cauce para dirimir sus agravios, para deliberar pacíficamente y para exigir que las instituciones cumplan sus cometidos.

Entrelazar agendas a partir del diálogo franco entre organizaciones sociales de toda índole; proponer diagnósticos que no sólo se hagan cargo de datos duros y estadísticas gélidas, sino que comprendan los sentimientos de la nación; entrelazar hablando y creando espacios para que la voz sea más potente que las burocracias políticas, las trampas y la ambición.

Salvar a la democracia es un propósito que debe ocupar el resto de este sexenio, tender un puente hacia la sucesión de 2018 y mantenerse hacia los primeros años de la década de los veintes. Pero debe comenzar desde ahora y con toda la fuerza posible. Me pregunto si una tarea de esa envergadura puede surgir todavía del gobierno y de los partidos políticos. Si aún es posible que los líderes habituales emprendan esa tarea y se propongan construir un cauce para darle cabida a una revolución de conciencias, capaz de llevarnos más allá de la obsesión por las elecciones siguientes y evitar que se destruyan dramáticamente las bases de la convivencia pacífica y democrática entre los mexicanos.

Los meses que nos separan de las elecciones presidenciales siguientes pueden servir para evitar un desastre, siempre y cuando se entienda que el régimen no puede seguir resistiendo todos los despropósitos ni navegar simulando, como si aquí no pasara nada. Si los actores políticos principales siguen respondiendo con los mismos discursos, las mismas rutinas y las mismas personas —atenazados mutuamente entre sus gritos y su impotencia—, incapaces de ofrecerle al país un horizonte creíble para llegar al sexenio siguiente y amenazando con un conflicto mayúsculo, no faltarán quienes se propongan salvar a México haciendo añicos la democracia.

Los partidos y los líderes que hoy tenemos no están trabajando para salvar a la democracia, sino medrando contra ella mientras se muestran los dientes y preparan sus armas para la batalla que viene, sin advertir que el arreglo político que hoy tenemos no es invencible ni eterno. Por el contrario, dada su incapacidad para ofrecer resultados tangibles e indiscutibles ante los problemas que desafían al país, cada día se vuelve más vulnerable. Por eso es imperativo cobrar conciencia del riesgo que está corriendo la democracia de México y defenderla, incluso, de sus propios protagonistas.

Investigador del CIDE

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