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Sabemos que existe y que es posible reconocerla en quienes han conseguido labrarla, pero no es cosa fácil definir en qué consiste exactamente ni describir cuál es la ruta —si es que hay alguna— para sostenerla. En cambio, es mucho más sencillo devastarla. La autoridad moral reclama coherencia a lo largo del tiempo, convicciones puestas a prueba en situaciones reiteradas y reconocimiento.
Es una forma de influir en otros que no pasa por el poder político ni por el mando concedido por medios burocráticos, aunque quienes ostentan posiciones de representación deben buscarla y aun cultivarla como un bien insustituible. Porque la autoridad moral es un recurso simbólico que no requiere la coacción sino que se funda en la emulación y en el respeto.
La autoridad moral es absolutamente indispensable para cimentar la legitimidad política. Para gobernar con éxito, hace falta la aceptación que una buena parte de la sociedad le otorgue a las decisiones tomadas por las personas que la representan. Y aunque es verdad que esas decisiones pueden llegar a ser francamente autoritarias (los ejemplos históricos abundan, desde Gengis Kan hasta Chávez, pasando por Hitler y por Pinochet entre una muy amplia variedad de personajes lamentables) aún así es necesaria la congruencia de los gobernantes. O al menos —como lo entendió claramente Maquiavelo— la apariencia de coherencia entre lo dicho y lo hecho.
En un régimen democrático, sin embargo, la autoridad moral es una pieza clave para ganar el respaldo de los ciudadanos y para mantener vigente la gobernabilidad. En ese régimen, quien se convierte en gobernante ha de obligarse con la autoridad moral, pues de lo contrario destruye los cimientos de su propia legitimidad. En ese régimen, insisto, no basta apelar a la eficacia de los resultados ni a la profundidad de las reformas conquistadas, porque lo fundamental también descansa en los medios que justifican cada una de sus decisiones.
Tengo para mí que lo que ha venido sucediendo en México ha ido quebrando el cemento de la legitimidad política. Y no es cosa trivial. No me refiero solamente a la forma en que el presidente Peña escribió su tesis de licenciatura —cosa reprobable desde cualquier punto de vista, en el mundo académico— sino a la autoridad moral que se espera del jefe del Estado mexicano y al efecto que produce en el país el descrédito de los caminos que habría seguido el personaje para ascender por la escalera del poder. Esa autoridad moral que ya había sido atacada desde las estrategias que empleó para ganar las elecciones y que había sido puesta en duda por las propiedades que adquirió y que, en su momento, le obligaron a pedir perdón.
En estas circunstancias, cualquier nuevo añadido en contra de su catadura ética es grave, no sólo por sí misma, sino por las consecuencias que produce a través de la aceptación tácita o explícita de la trampa y el engaño como recursos válidos para ganar un título, una posición, un privilegio. Ganar a cualquier costo, pasando por encima de otros, es exactamente la conducta ética que ha minado la cohesión social de México. De aquí que resulte inaceptable convalidarla con indiferencia si proviene de quien representa la cabeza del Estado mexicano (aunque muchos otros hagan lo mismo).
Es obvio que el Presidente no dejará su cargo por haber plagiado una parte de su tesis. Pero también lo es que sus recursos simbólicos para contrarrestar ese descrédito ya son escasos. Para restañar la autoridad moral que ha venido perdiendo el Estado mexicano habrá que buscar en otra parte, pero habrá que hacerlo con medios democráticos, nunca con pulsiones más autoritarias. Nunca como ahora había sido más evidente que el poder no puede descansar únicamente en su capacidad de dominar por la fuerza a los demás; nunca había sido más urgente devolverle a México la dignidad.
Investigador del CIDE