Aunque ya lo había hecho, el presidente Peña Nieto volvió a pedir perdón al pueblo de México por el “error” cometido con la adquisición de la Casa Blanca. No es frecuente que un jefe de Estado pida perdón. Pero ese acto de humildad —que es en sí mismo digno de encomio— no puede carecer de secuelas. Quien pide perdón, por las razones que sean, admite que ha causado un daño a otras personas y ha de asumir la responsabilidad por sus actos.

Personalmente, me causan una profunda indignación quienes piden perdón para eximirse de culpas y eludir de ese modo las consecuencias de su mala conducta. En mi vida privada, nadie me ha hecho más daño que quien me ha pedido perdón, con el ánimo de seguir haciendo con impunidad lo que me ha lastimado. Pedir perdón para tratar de borrar el pasado sin cambios y para trasladar hacia el otro, o los otros, la obligación moral de perdonar, no es un acto de humildad sino de arrogancia o cinismo. Pedir perdón con sinceridad equivale a desandar los agravios, a modificar los hechos que lastimaron a los demás y a asumir a cabalidad —con la misma humildad con la que se implora el perdón— que el futuro será diferente.

De ser verídica la petición que el Presidente le ha hecho al pueblo de México, los cambios tendrían que venir enseguida. De ninguna manera bastaría esperar la bondad de los mexicanos para ser perdonado, sin haber ofrecido nada más que palabras. Quien sinceramente quiere ser perdonado, se impone a sí mismo la pena de resarcir los daños cometidos y la obligación de no repetirlos. Y aunque el tiempo se le ha echado encima, todavía cabe la posibilidad de que el Presidente demuestre su voluntad de desandar los caminos que han llevado a marcar su sexenio con el sello de la corrupción. Desde el plano moral, nunca es tarde para arrepentirse; desde el político, el tiempo es el único recurso no renovable.

La Presidencia de la República ha aclarado que la Casa Blanca fue devuelta muy pronto y que no forma parte del patrimonio de la señora Rivera. Y ayer mismo renunció el secretario Virgilio Andrade, quien tuvo la horrible encomienda de acreditar la legalidad de esa operación comercial y dar la cara a nombre del gobierno de México. Y todo sucedió el mismo día en que se promulgaron las leyes que finalmente le darán vida al Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), que está llamado a iniciar una nueva, compleja y larguísima etapa de cambios para ir sanando el sistema administrativo y judicial que convirtió a la corrupción en el virus que está matando al régimen democrático del país.

Acompañadas de actos y decisiones irreprochables, las palabras del Presidente pueden ayudar a combatir esa enfermedad durante el tramo final del sexenio; pero sin consecuencias tangibles, esas mismas palabras pueden agigantar el agravio. Insisto —con Aristóteles— en que nada causa mayor ofensa que la promesa incumplida. Y en los próximos meses no le faltarán oportunidades al jefe de Estado para probar la veracidad de sus intenciones.

Tras la puesta en marcha del SNA, vendrá un alud de nombramientos: en la Función Pública, en el Tribunal de Justicia Administrativa, en la Fiscalía Anticorrupción, en el Comité de Participación Ciudadana del propio SNA; y deben venir, también, varias reformas legislativas más para completar el sistema, la aplazada profesionalización del servicio público y los recursos indispensables para no matar a ese sistema de inanición antes de que vea la luz. El movimiento se demuestra andando.

El perdón pedido al pueblo de México debe manifestarse en cada una de esas decisiones y también en la forma en que serán tomadas. Creo que la generosidad sigue siendo, a pesar de todo y por encima de los enconos políticos, uno de los rasgos principales de nuestra cultura. Si el Presidente se gana el perdón de los mexicanos con hechos, ayudará a la reconciliación del país.

Investigador del CIDE

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