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Es habitual que, tras cada proceso electoral, haya un alud de interpretaciones y lecturas cruzadas. Así ocurre porque, a pesar de que las elecciones forman parte de nuestras rutinas políticas, cada una es en sí misma un evento único. En este sentido equivalen a una nueva estrategia del ajedrez: en cada uno de los comicios sólo se mueven algunas piezas, pero cambia todo el tablero.
Algunos movimientos son predecibles: las proclamaciones anticipadas de triunfos muy improbables, el anuncio de los litigios que sobrevendrán ante el Trife, la reiteración de las campañas de desprestigio bien calculadas, los conflictos en los recuentos oficiales de votos, las acusaciones de toda índole entre los contendientes y de éstos, en grupo, contra las autoridades electorales. Nada de esto representa una novedad: está en el guión de nuestro sistema político desde hace ya exactamente veinte años, cuando este sistema nació en 1996.
Tras cada proceso electoral vienen, también, las recomendaciones imperativas para modificar las reglas del juego que no han funcionado y que aun renovadas, tampoco se cumplirán cabalmente. Esa regla sólo se suspendió durante una década al final del siglo pasado, pero esa golondrina no hizo Verano. Acusar a las normas electorales de los defectos y las malas artes desplegadas en las campañas es una fórmula cómoda, pues salva la conciencia de todos: los defectos son de las reglas y las virtudes de la clase política.
Con todo, lo más importante sigue siendo el reacomodo del tablero completo y el juego de estrategias que esto conlleva. Y en este sentido, sospecho que —más allá de las celebraciones que emprendan los ganadores de cada uno de los puestos en lisa— lo que vimos el domingo pasado fue el triunfo de los aparatos políticos. Los dos partidos mayores se llevaron los gatos al agua —pues incluso perdiendo, el PRI sigue ganando—, mientras las izquierdas se descompusieron entre alianzas extrañas y el regreso ya incuestionable del partido diseñado para llevar a López Obrador a la Presidencia de la República.
La noche misma de las elecciones tuvimos un pequeño anticipo de lo que vendrá hacia 2018: el desafortunado intercambio de insultos televisados entre los líderes del PAN y del PRI, fue a un tiempo el colofón de las campañas que presenciamos y el preludio de lo que sigue, mientras que el agravio acumulado en contra de esa lógica degradante se deslizó hacia Morena, no a los independientes.
Nadie quedó satisfecho con la mecánica que se desarrolló durante estos meses, pues lo cierto es que la movilización financiada con los dineros públicos —ocultos a las autoridades electorales y al público— y la violencia verbal y aún física rindieron muchos más frutos que la inteligencia y el debate sensato sobre un futuro común. Los partidos caminan de espaldas, mirando hacia atrás, mientras sus aparatos siguen acumulando poder para el futuro inmediato.
¿A quién le puede importar, en este momento, que las campañas hayan sido hostiles y degradantes, que la mayoría de los candidatos no haya rendido cuentas a tiempo o que descubramos la biografía de los triunfadores cuando ya hayan ocupado sus puestos? Lo que realmente importa es que el tablero del ajedrez volvió a acomodarse para anunciarnos que la Presidencia de la República —y el caudal de elecciones que vendrán juntas en 2018— se disputará a través de los peores, pero también de los más eficaces medios imaginables.
A la hora del reparto postrero, lo relevante es que los principales actores ya han tomado su sitio en el escenario: el PAN acumuló nuevas herramientas para volver a Los Pinos, el PRI sigue siendo el adversario a vencer, López Obrador vuelve a ser la principal amenaza de ambos y las izquierdas, fragmentadas y coaligadas con sus vecinos, apenas lograron mover algún peón.
Investigador del CIDE