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Mientras escribo estas líneas, el Senado de la República debate los últimos detalles del paquete de reformas que le estarían dando vida al Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Con un toque de sensatez, al momento de publicar estas líneas se habría producido ya un consenso razonable para completar esas leyes. Al publicarse este artículo, el desenlace de este episodio debería estar a golpe de vista.
De ser así, sería una magnífica noticia para el país. Una reforma de muy amplio calado, que estaría llamada a modificar buena parte de las prácticas gubernamentales y que, en conjunto, significarían la mayor modificación que haya tenido la administración pública mexicana en décadas. Se dice rápido, pero una vez que el SNA se haya puesto en marcha, por primera vez México contaría con un sistema capaz de producir inteligencia institucional, para ir bloqueando las causas que generan la corrupción y para corregir la discrecionalidad con la que se gestiona buena parte de los asuntos públicos.
El SNA haría posible, por ejemplo, construir un “Coneval de la corrupción”; una institución dedicada a compilar toda la información disponible para medir el fenómeno de la corrupción; para generar metodologías que permitan evaluar los avances y reconocer los retrocesos puntuales y para producir informes y recomendaciones de obligada respuesta. Ese instrumento funcionaría en armonía con las instituciones públicas que conformarán el sistema y que, por vez primera, estarían obligadas a compartir datos y prácticas para conjurar la fragmentación de sus actuaciones.
El sistema contará con un comité de participación ciudadana que —una vez más, de manera inédita— permitirá la vigilancia pública sobre la operación del sistema. No es cosa trivial que ese comité esté llamado, además, a presidirlo: no sólo por la posibilidad que ese lugar le dará a los ciudadanos para interactuar con los órganos públicos responsables de prevenir y combatir a la corrupción, sino por los vínculos que establecerá con organizaciones sociales. Combatir la corrupción dejará de ser un asunto de escándalos en espera de ser abordados por instituciones que actúan fragmentariamente, para convertirse en una tarea compartida socialmente.
De aprobarse el conjunto de siete reformas que le darían vida al SNA, tendríamos una nueva base legislativa para sancionar a quienes cometen actos de corrupción, coludidos en redes públicas y privadas, tanto por la vía administrativa como por la penal, y contaríamos por vez primera con un tribunal y una fiscalía especializadas en conocer esos temas —siempre, insisto, bajo los principios de transparencia y de vigilancia social—. Y de paso, sería también la primera vez que el Consejo de la Judicatura estaría llamado a rendir cuentas ante el propio sistema.
La puesta en práctica del SNA en su conjunto será un revulsivo para los entes públicos, en la misma medida en que esas nuevas instituciones estarán conviviendo con las normas que han permitido colocar el acceso a la información como derecho fundamental. Y en cada una de sus actuaciones, los pesos y los contrapesos entre instituciones de diferentes poderes y la obligada convivencia con las organizaciones sociales, colocadas todas ante la luz pública, permitirán ir modificando los procesos administrativos que han auspiciado la corrupción.
Queda pendiente una decisión que interesa todos y que, por arte de la magia mediática, no sólo se ha convertido en la manzana de la discordia, sino en la nube que ha ocultado la importancia del resto de las mudanzas: si se publican completas o no, las declaraciones patrimoniales de los servidores públicos. La sociedad civil ha propuesto que sea el comité ciudadano quien determine los formatos adecuados a cada caso; y ya veremos qué se decide. Pero el conjunto de la reforma ya significa, de lejos, una de las mejores noticias que hemos tenido en años para ir destrabando la democracia de México.
Investigador del CIDE