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Cada vez que exigimos que el Estado amplíe los derechos de la sociedad, que implemente políticas que aseguren la igualdad, que promueva el desarrollo y que garantice la seguridad (etcétera), en realidad estamos hablando de personas de carne y hueso que realizan tareas con el dinero que les entregamos y con las atribuciones que les concedemos. Sin embargo, cuando decimos que el Estado no cumple con sus cometidos por ineficacia o corrupción, tendríamos que obligarnos a afinar la puntería.
Decimos, por ejemplo, que el Estado fracasa de manera sistemática en su cometido de procurar justicia cotidiana. ¿Pero quién fracasa? ¿Quiénes encarnan al Estado —ese colectivo ambiguo y mal planteado— en esa función concreta? Hace algunos años, un funcionario del Ministerio Público me dio una lección inolvidable: “¿Sabe usted —me preguntó— por qué las cárceles están llenas de pobres? Porque los pobres no pueden cobrar venganza”. Los ricos, los poderosos y los criminales más violentos tienen medios más que suficientes para doblegar a ese Ministerio Público que, de manera honesta, intenta cumplir con su deber. Pueden comprar a la justicia, modificar sus decisiones desde arriba o amenazar su vida y la de su familia. ¿Es a esa persona a quien debemos achacarle el mal funcionamiento del Estado? Comprendo que el asunto es debatible porque el heroísmo de película forma parte de nuestro imaginario público.
“Si no pueden: ¡Renuncien!”, exigía con toda razón Alejandro Martí a nuestros gobernantes en 2008. Pero le hablaba al Presidente, a los gobernadores, a los líderes de las cámaras y a los ministros de la Corte ¿Es lo mismo que debemos pedirle a aquel Ministerio Público que despacha asuntos cada día, amenazado por los ricos, los poderosos y los criminales? ¿Que se vayan todos, sin distinguir quién encarna las decisiones principales, quién reparte los dineros, quién supervisa y quién realiza las tareas? Cuando se habla de la ineficacia y de la corrupción con la que actúa el Estado, este colectivo suele abarcar a todos, sin distingos. Pero no todos tienen la misma responsabilidad, ni los mismos medios para definir y resolver problemas públicos.
La metáfora según la cual las escaleras se barren de arriba para abajo suele ser muy afortunada, pero pasa por alto la existencia misma de la escoba y de las escaleras: no supone un piso plano ni escobas repartidas para ir limpiando el cuarto colectivamente. En efecto, se barre de arriba hacia abajo, pero quienes reciben la mugre acumulada son los escalones del final, que acaban asumiendo el lodazal acumulado arriba. De ahí que mientras los altos mandos del Estado dominen las escobas y los ciudadanos aceptemos la existencia de las escaleras, sea previsible que la metáfora se siga repitiendo ad nauseam y los funcionarios que ocupan los escalones más bajitos sigan siendo los chivos expiatorios habituales.
En estos días, el Senado abrirá la discusión sobre la mejor forma posible de combatir ineficacia y corrupción —esos fenómenos estrechamente vinculados—, pero no tengo duda de que el núcleo del debate estará en la apropiación de las escobas y en la prevalencia de las escaleras. Combatir la corrupción, sí, pero controlando desde arriba a los órganos encargados de barrerla y evitando que los ciudadanos puedan intervenir con fuerza suficiente para emparejar el piso.
Las decisiones que se tomarán durante las próximas semanas marcarán la diferencia entre comenzar a quebrar el sistema de privilegios de quienes realmente encarnan al Estado o mantener las cosas como están, o incluso empeorarlas, creando nuevos engendros legales para vigilar obsesivamente y seguir culpando de todos nuestros males a quienes sobreviven en los últimos lugares de las jerarquías políticas y burocráticas, mientras los de arriba barren con impunidad.
Investigador del CIDE