¿Por qué estamos tan lejos de la vida política? ¿Por qué la gran mayoría de los mexicanos detesta esa palabra que, sin embargo, define la calidad de nuestra vida en común? Ensayo una respuesta: porque hemos confundido la idea de la convivencia con los abusos cometidos por el poder. Odiamos a quienes cometen esos excesos. Pero nos hemos equivocado mirando una sola cara de la moneda: la cara de la política que muestra las garras, sin atrevernos a darle la vuelta y advertir que, en el otro lado, hay una sonrisa, unas manos entrelazadas y una promesa de amor.

Nos hemos abandonado a la falsa idea de que la política sólo les pertenece a los poderosos. Es mentira y tenemos que hacer algo para contradecirla, pues esa falacia les favorece tanto como nos aísla, nos excluye y nos fragmenta en nuestros esfuerzos cotidianos por construir una vida mejor. Los círculos de odio producidos por quienes se han adueñado de la palabra política anulan la enorme potencia que tiene el amor para enfrentar nuestros desafíos; para enfrentarlos con los antídotos a los egoísmos, las violencias y los enconos en los que han querido atraparnos: la compasión, el altruismo, el compromiso, la fraternidad.

Se nos ha olvidado que en el amor reside la conservación del género humano, mientras que la exigencia de dominación y sometimiento niega el sentido original de la palabra política: la polis, la convivencia y el orden opuesto a la guerra —tal como lo formuló Norbert Lechner—.

Me pregunto si acaso es posible convocar a un movimiento social basado en la reivindicación del amor, que se atreva a negar sus opuestos para devolverle la dignidad y el sentido a la palabra política. No otro movimiento de odio, confrontación y resentimiento que añada nuevos agravios al dolor que ya nos agobia, sino uno que ponga en acción y armonice nuestras pequeñas batallas para conjurar la miseria, la desigualdad ofensiva, la ignorancia deliberada, los fanatismos y el egoísmo que se traducen en las muchas violencias que está sufriendo el país. Un movimiento para humanizar la política y darle sentido a la democracia, sin puestos públicos ni posiciones artificiales.

Octavio Paz sugería abrazar la fraternidad como el principio de una nueva filosofía política, capaz de reconciliar libertad e igualdad, “esas dos hermanas enemigas”, mientras que Svetlana Alexiévich escribió: “Lo que más me interesa no es el suceso en sí, sino el suceso de los sentimientos (…) Para mí, los sentimientos son la realidad. ¿Y la historia? Está allí, fuera. Entre la multitud. Creo que en cada uno de nosotros hay un pedacito de historia. Uno posee media página; otro, dos o tres. Juntos escribimos el libro del tiempo”.

Añado a este artículo (¿a este manifiesto sobre el amor?) una cita de Martha C. Nussbaum (la traducción es mía): “Se dirá que la demanda por el amor es poco realista, dado el estado presente de la política en casi todos los países. (…) El objetor presumiblemente pensará que las naciones necesitan cálculos técnicos; pensamiento económico y militar, un buen uso de la ciencia y la tecnología de la información. ¿Pero no necesitan también del corazón? ¿Necesitan expertise, pero no necesitan el tipo de emociones diarias, simpatías, lágrimas y alegrías que requerimos para nosotros mismos como padres, amantes y amigos o el arrobo con el que contemplamos la belleza? Si eso son las naciones, uno querría vivir en otro lugar”.

Si queremos vivir en un México que sea nuestro, es necesario recuperar la política, la verdadera política que está en las manos de la gente común y corriente, para darle viabilidad y sentido a la convivencia de todos los días que, negando el amor, se nos ha vuelto en contra y nos amenaza en vez de abrazarnos. ¿Se trata de una utopía? Es probable, pero en ella nos va la vida.

Investigador del CIDE

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