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El lunes pasado, el Senado de la República abrió una ventana de oportunidad para discutir, públicamente, las leyes que completarán el Sistema Nacional Anticorrupción, junto con las organizaciones de la sociedad civil que han venido trabajando este tema desde hace años. Esas sesiones comenzaron ayer por la tarde y, en consecuencia, mientras escribía estas notas sus resultados todavía eran de pronóstico reservado. Pero celebro el solo hecho de que la decisión haya sido tomada con el consenso de todos los partidos representados en esa Cámara.
Lo que parecía deslizarse hacia una confrontación sin sentido, tiene ahora la posibilidad de reencauzarse para comenzar a modificar la muy débil y contradictoria política mexicana para combatir la corrupción; aunque, obviamente, las condiciones para que eso suceda no serán sencillas: de entrada, el inédito procedimiento pactado por el Senado esta semana no debe servir solamente para llenar el expediente de la apertura formal, cerrando a cambio la puerta a los argumentos y a la posibilidad franca de construir acuerdos jurídicamente sensatos y técnicamente factibles. En este caso —como diría el clásico— la forma está obligada a ser fondo.
La conferencia de prensa que dieron conjuntamente los legisladores y los líderes del PAN y del PRD, así como la reacción del PRI y del Verde en la sesión de las comisiones que tienen la gravísima responsabilidad de redactar esas leyes, me hace suponer que no cabe ya ninguna duda sobre la trascendencia de las decisiones que tomarán, ni sobre los costos que le traería al país —y a ellos mismos— intentar siquiera un ejercicio de simulación o gatopardismo. No obstante, todavía podría minar esos debates la engañosa ilusión de querer reformar lo menos posible, supliendo el déficit de contenido con un caudal de propaganda política.
De otra parte, los apremios electorales de los partidos suelen ser, de modo casi invariable, un obstáculo para los cambios fundamentales. Pero aquí no hay lugar para el corto plazo, pues las leyes que se están discutiendo desde la tarde de ayer habrán de modificar las bases de la gestión pública del país —para bien o para mal— con efectos igualmente válidos para todas las fuerzas políticas. Si alguna quisiera jugar sus cartas en función del calendario electoral inmediato, acabará pagando costos mucho más altos que los ganados por un puñado de votos. Conservar las cosas como están, en esta materia, sería mucho más caro para cualquier partido que dar prueba de su voluntad para atajarlas en serio. El más elemental pragmatismo político aconseja la mayor audacia posible.
Tener instituciones confiables para ir enfrentado a la corrupción —subrayo el gerundio, pues la corrupción no se acabará de una sola vez—, abiertas al escrutinio público y bien diseñadas desde un principio, ya no es sólo una recomendación técnica formulada por todos los organismos internacionales que se interesan por México, sino una demanda generalizada de la sociedad —de izquierda a derecha del escenario político— y una condición de sobrevivencia del régimen que vio nacer el Siglo XXI mexicano. Es verdad que, aún así, nada asegura que este inédito proceso deliberativo resultará un éxito. Pero una vez abierta la rendija, volver a cerrarla sería una insensatez de proporciones históricas.
Por eso, en esta ocasión, quiero darme permiso para ser optimista. Desde hace tiempo, hay senadores que están dando una batalla digna de encomio —no todos caben en el mismo saco— y también los hay que han comprendido la magnitud de este desafío. Si las decisiones se toman solamente en el Poder Legislativo y bajo la convicción compartida de que esta reforma les afectará a todos, tengo para mí que hay razones fundadas para tener esperanza. Que así sea.
Investigador del CIDE