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En el alud de reformas legislativas que viviremos durante el año 2016 —que será recordado por este motivo— habrán de enfrentarse varias corrientes en pugna. En los extremos, habrá quienes apuesten por el gatopardismo en sus distintas variantes y habrá quienes busquen modificar de manera radical la forma en que se ejerce el poder político en México. Al despertar el año, la disputa principal estará entre los escenarios para seguir anclados en el deteriorado siglo XX mexicano y los que buscan echar a andar el México del nuevo siglo.
Las claves de lectura seguirán siendo las tradicionales: el refrendo del presidencialismo autoritario o la modernización del régimen; la conquista clientelar de votos o la emergencia de una conciencia ciudadana activa; el ejercicio corporativo del poder o la exigibilidad de responsabilidades públicas. Detrás de la batalla que habrá de librarse en este año no habrá mucho más: seguir en el país de un solo hombre —como le llamó antes Enrique González Pedrero—, apoyado por un sistema de partidos corrompido y por administraciones públicas oscuras e incapaces de rendir cuentas de sus resultados, o dejar atrás esa mecánica maldita y apostar por una nueva red de instituciones que dignifiquen la política.
A favor del paso hacia el siglo XXI mexicano hay aliados e instrumentos que no existían antes. A pesar de que la mayor parte de la sociedad sigue desmovilizada —especialmente en los estados donde participar equivale a arriesgar la vida— la capacidad de hacerse oír de quienes pueden y quieren formar parte de organizaciones civiles con causas definidas, es mucho mayor que antes. Las tecnologías de información y comunicación han modificado dramáticamente las relaciones entre las personas, pero también han hecho mella en los viejos controles del poder político. Hoy es mucho más fácil documentar mentiras, construir y oponer información valiosa y transmitir mensajes entre ciudadanos. Basta un celular y una conexión a internet para tener más información y más influencia que las que haya tenido jamás un ciudadano de otra época; y ni siquiera es necesario salir de casa para volverse un militante activo.
Ese flujo de información también ha potenciado las alianzas y diluido las fronteras entre los académicos y los —así llamados— activistas. Cada vez hay más organizaciones sociales que producen conocimiento especializado con métodos científicos y más académicos que quieren influir con sus estudios en la vida pública. Y entrambos hay un común denominador: su hartazgo de los controles corporativos tradicionales y de la corrupción del régimen. En la misma trama hay empresarios que han comenzado a descubrir que les puede ir mucho mejor si se desatan de los moches y si cuentan con seguridad jurídica; a esos empresarios tampoco les gusta depender de los humores y las exigencias del político de turno. Ya no son soldados de la revolución, sino de su propio esfuerzo.
Y por supuesto, están los legisladores y los burócratas que apuestan por el mérito. Siempre he pensado —e incluso documentado— que los segundos hacen mayoría, pero están sometidos por la ausencia de un sistema de carrera digno. Pero eso también puede cambiar, si ellos mismos se deciden a exigirlo. Y en cuanto a los primeros, la minoría que quiere honrar su oficio está comenzando a comprender —eso creo— que la mala fama que los aplasta sólo podrá modificarse ejerciendo su labor con un verdadero compromiso democrático; es decir, enfrentando el alud de leyes que vendrá para cambiar radicalmente el ejercicio del poder en México.
No vivirá mucho quien no logre ver el resultado de esta pugna, pues las cartas están echadas para este año. Confiemos, al tomar aire para emprender la ruta, que algo fundamental habrá cambiado al despertar del año 17.
Investigador del CIDE