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Mientras escribo estas líneas, el PRD está afrontando la que podría ser la peor crisis política desde su fundación. La causa inmediata está en el desacuerdo de sus corrientes con la estrategia de alianzas electorales planteada por el flamante presidente de esa organización; pero la razón de fondo es mucho más grave: ese partido ha venido perdiendo cohesión interna, identidad ideológica y liderazgo. Tres condiciones sin las cuales ningún partido podría sobrevivir mucho tiempo, en ninguna parte del mundo.
Sobre la base de su muy peculiar versión de la ley de lemas del Uruguay, las corrientes internas del PRD han venido dando al traste con la posibilidad de construir una sola visión política compartida y han apostado, en cambio, al pragmatismo ramplón y a la exacerbación del conflicto para conservar o incrementar sus cuotas de poder propio. Los usuarios del registro que conserva las siglas del PRD han ganado cargos, presupuestos e influencia política en medidas inversamente proporcionales a la consolidación del proyecto del que todos abrevan. Y debido a esa conducta depredadora, hace tiempo que el PRD dejó de ser un partido para convertirse en una franquicia.
La designación de Agustín Basave como presidente de esa organización suponía el reconocimiento —aun a regañadientes— de un arbitraje interno entre las corrientes en pugna y la oferta de un liderazgo confiable hacia el exterior del partido. Pero ningún árbitro puede cumplir su labor si los jugadores ignoran de plano sus decisiones y si el arbitraje carece de reglas mínimas exigibles para todos los contendientes. El PRD ya había venido dilapidando la militancia de varios de sus fundadores originales —y de manera destacadísima las de sus candidatos presidenciales Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador— y ya había agotado la posibilidad de establecer un liderazgo interno aceptado por sus propias corrientes. Por eso los dueños principales de la franquicia apostaron, haciendo eco de los humores del día, por un líder independiente con autoridad moral propia. Pero eso tampoco está funcionando.
Más allá de las resoluciones que finalmente tome su Consejo Nacional, que resolverá en definitiva sobre la estrategia de alianzas electorales para 2016 y decidirá sobre la permanencia de Basave en la presidencia de ese partido, la forma en que se ha procesado el nuevo conflicto interno habla de la agonía del proyecto común. Sin medios para garantizar la cohesión y la disciplina de sus corrientes, el PRD afronta también la ofensiva política de Morena que le ha robado, de paso, la posición ideológica que les hizo nacer. Hasta hace unas horas, su nuevo presidente les había ofrecido un proyecto socialdemócrata razonable, que eventualmente habría rescatado su visión de futuro y su lugar entre las izquierdas. Pero el eterno conflicto derivado de las ambiciones personales de sus dirigentes ya ha amenazado de muerte esa oferta.
Para perdurar en el largo plazo, el PRD tendría que volver a nacer. Sin embargo, a estas alturas resulta por lo menos difícil imaginar cómo podría detenerse la maquinaria política que lo está destruyendo, cómo podrían sus corrientes comprender que se han vuelto enemigas de sus propias aspiraciones, cómo podría diseñarse un nuevo programa político y quién podría asumir un liderazgo capaz de disciplinar a sus militantes. Son demasiadas condiciones para suponer que sucederán en el brevísimo plazo de una semana, antes de que se decida el destino de Agustín Basave en la presidencia de ese partido o la permanencia de sus adversarios bajo el mismo techo y la misma estrategia política. En 2018, seguramente habrá un recuadro con el sello del PRD en las boletas electorales, pero será muy difícil saber qué significarán esas siglas, moribundas por la tragedia de sus depredadores.
Investigador del CIDE