El 31 de octubre de 2003, la Asamblea General de Naciones Unidas acordó que el 9 de diciembre sería designado como el Día Internacional contra la Corrupción, con el propósito de “crear conciencia contra esta lacra” y difundir la importancia de la Convención mundial destinada a combatirla, que entró en vigor en 2005. De modo que hoy se cumplen diez años de esta nueva batalla global que está marcando el Siglo XXI.

La segunda batalla global que ha abrazado la sociedad para el nuevo siglo —y que también tiene una fecha emblemática pactada por la ONU desde 1993: el 17 de octubre— es la que debe librarse en contra de la pobreza y sus sucedáneos de exclusión y desigualdad. Ambas, corrupción y pobreza, son a su vez el correlato de los abusos y la prepotencia que están en la base de los conflictos que enfrenta el mundo.

Y ambas son las batallas que están marcando también a la sociedad mexicana en este momento. Por eso el día de hoy resulta tan relevante. Seguramente habrá reuniones y eventos oficiales que conmemoren la batalla contra la corrupción, pero lo cierto es que “esa lacra” sigue presente en casi todas nuestras relaciones sociales y todavía estamos lejos de haber completado siquiera los acuerdos indispensables para hacerle frente común.

Preocupados por su situación propia, los más poderosos integrantes de la clase política avanzan con pies de plomo en la confección de las piezas legislativas que algún día conformarán el Sistema Nacional Anticorrupción y, hasta ahora, se han negado de plano a convocar una mesa abierta y plural de diseño de política pública en esa delicada materia. El día de hoy habría sido una magnífica oportunidad para instalarla y comenzar a discutir seriamente las características técnicas que habrá de adoptar ese sistema y reformar desde sus cimientos el derecho disciplinario de México.

En cambio, todas las señales registradas hasta el momento nos dicen que ambas batallas se perderán entre los pasillos de los Congresos, los partidos y la alta burocracia si la sociedad no logra organizarse para exigir la confección de esa política pública, con la más alta calidad jurídica y organizacional. Nuestra clase política ha hecho suyos los argumentos para escribir sus discursos, pero salta a la vista que el asunto no está entre sus prioridades.

A cada nuevo paso legislativo se le oponen nuevos obstáculos —como la ocurrencia tabasqueña de cerrar información por razones de seguridad pública, a gusto del gobernador—, a cada nueva aplicación de la ley se levantan los voceros del “ya estate quieto” (la versión mexicana del status quo), como en el penosísimo caso de Arturo Escobar; a cada nueva propuesta de cambio a favor de la transparencia y la rendición de cuentas se le arguyen dificultades técnicas y políticas invencibles, como ya está sucediendo en la confección de la nueva Ley General de Archivos, entre un largo etcétera.

La consolidación del Estado democrático e igualitario que nos merecemos no está fluyendo desde nuestra clase política. Alterados los roles, la principal oposición a las dos grandes batallas del siglo XXI —corrupción y pobreza— está encarnada entre quienes tendrían la obligación de encabezarlas: es nuestra clase política quien no acaba de entender que el Estado mexicano no podrá afianzarse en el largo plazo, si no consigue ganarlas. Son los representantes formales de nuestras instituciones políticas quienes no acaban de asumir que la mayor parte de los problemas que enfrenta el país devienen de nuestras derrotas en esos dos temas.

Estamos ante una triste conmemoración del Día Internacional contra la Corrupción, y más aún porque en esta ocasión sí sabemos qué hacer y también cómo; conocemos los instrumentos, el camino y el lugar de llegada. Pero nuestra clase política sigue ignorándolo.

Investigador del CIDE

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