A nadie escapa que no puede existir la transparencia, si antes no hay información. Sin embargo, no parece obvio que la condición de existencia del derecho a saber depende de la producción, la salvaguarda, el buen uso y el resguardo adecuados de los documentos y los expedientes públicos; es decir, de los archivos: esa palabra maldita que hoy parece condenada a la oscuridad de los espacios donde se almacenan los papeles viejos. Por eso es urgente que los legisladores, los medios y las organizaciones que han puesto el dedo en la llaga de la transparencia, no pierdan de vista el proyecto de Ley General de Archivos que ya está en curso.

Elaborado desde la Secretaría de Gobernación, el proyecto que ha sido presentado ante el Consejo Académico del Archivo General de la Nación (AGN) propone que el Sistema Nacional de Archivos, que habrá de crearse por mandato constitucional, sea encabezado y dirigido por esa misma Secretaría, encargada de conducir la política interior y garantizar la seguridad pública de México. Desde la presidencia de un nuevo Consejo Nacional de Archivos, cuyos lineamientos y mandatos serían de aplicación obligatoria para todos los sujetos obligados del país —incluyendo cámaras legislativas, poderes judiciales, estados y municipios, órganos autónomos, partidos, sindicatos y particulares— el titular de Gobernación se convertiría, de aprobarse ese proyecto, en la cabeza de la producción, curso y salvaguarda de todos los documentos públicos de México.

En otros términos, eso significaría que los métodos y los sistemas para generar documentos y expedientes de interés público, para clasificarlos en sus méritos, para determinar cuáles tienen valor histórico o patrimonial, para expropiar los que estén en manos de particulares e incluso para imponer sanciones o iniciar procesos penales en contra de quienes vulneren las reglas de gestión de archivos, pasarían por los criterios establecidos por la dependencia que se encarga de la política interior y la seguridad.

He escuchado dos argumentos a favor de esa posible decisión. Paso rápido por el primero, que arguye que el AGN ha dependido siempre de Gobernación y por eso debe seguir ahí. Paso rápido, digo, porque tras las reformas constitucionales de 2014 el AGN ya no será la dependencia que únicamente resguarde y administre la memoria documental de México, sino que regulará también la gestión cotidiana de la información: no organizará sólo el pasado, sino el presente de los documentos y, en consecuencia, será la fuente principal del derecho a saber. En este caso, el argumento según el cual las cosas deben seguir siendo como han sido carece de sustancia, porque nunca antes tuvimos un Sistema Nacional de Archivos.

El segundo tiene mayor peso: Gobernación es la dependencia con mayor poder político de México —político, subrayo, no financiero— y por eso convendría que encabezara la creación de un sistema que todavía no existe y que reclamará dosis mayores de fuerza y persuasión para nacer con éxito. El argumento no es trivial, pero lejos de contradecir, confirma la preocupación de que la gestión de los archivos acabe atrapada por los candados de la política interior y la seguridad, en vez de convertirse en el instrumento principal de la transparencia y el derecho fundamental de acceso a la información. El ejercicio del poder tiene dos caras —no lo digo yo, sino toda la teoría política— y nada garantiza que sea la cara amable la que predomine en esta delicadísima materia.

El punto de inflexión que habrán de enfrentar nuestros legisladores está en la fuerza que quieran otorgarle al AGN por razones técnicas y no políticas. Quitarle el candado de Gobernación, sin restarle autoridad ni medios para diseñar y gestionar el nuevo Sistema Nacional de Archivos. No será una decisión menor y el tiempo del reloj legislativo está corriendo.

Investigador del CIDE

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