Cada año, la Asamblea Consultiva del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) tiene el muy grato cometido de otorgar los Premios de Igualdad y No Discriminación. Es una tarea feliz, pues reconocer el trabajo de quienes han dedicado parte de su vida a perseguir el interés de los demás en busca de una sociedad más justa es, de lejos, uno de los mayores privilegios. A la vez, abrazar a quienes decidieron hacer de la palabra “éxito” un hecho colectivo, es también una grave responsabilidad.

La Asamblea de Conapred decidió otorgar el Premio Nacional de Igualdad 2015 a Abel Barrera, fundador de Tlachinollan, Centro de Derechos Humanos de la Montaña, en el estado de Guerrero. Lo decidió porque a través de Abel Barrera se premia también a quienes han trabajado en ese Centro desde 1994, defendiendo a los pueblos nahuas, mixtecos, tlapanecos, amuzgos y mestizos de muy bajos recursos de La Montaña, la Costa Chica, la Costa Grande y el Centro de esa difícil entidad. Se dice rápido, pero hay que tener tanto amor por los demás como valentía para arriesgar la vida en esa zona, actuando a nombre de las personas más discriminadas, sin estridencias, sin armas y usando solamente los recursos del derecho y la voz pública para oponerse a la injusticia.

No es la primera vez que el Centro Tlachinollan recibe un reconocimiento. De hecho, en 2001 recibió el Premio al Mérito en Derechos Humanos Nicolás Bravo; en 2007 obtuvo el Premio para Instituciones Creativas y Efectivas de la Fundación MacArthur; en 2009, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) le concedió el Premio de Derechos Humanos 2009; Amnistía Internacional le otorgó el Premio de Derechos Humanos Robert F. Kennedy en el año 2010; y un año más tarde, en 2011, Amnistía Internacional reconoció a Abel Barrera con el Sexto Premio Anual de Derechos Humanos, por sus luchas en favor de la población indígena, “con un gran riesgo personal”.

Con todo, tengo para mí que los premios más apreciados hasta ahora por Abel Barrera y el Centro Tlachinollan los ganaron en octubre de 2010 y marzo de 2012, cuando el Estado mexicano se vio obligado a asumir públicamente su responsabilidad internacional por los actos de tortura y violación sufridos, respectivamente, por Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández por parte de elementos militares, como lo constató la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), gracias a la defensa y las gestiones incansables de Barrera y su equipo de abogados.

No obstante, los ahora ganadores del Premio Nacional de Igualdad y No Discriminación 2015 no quedaron satisfechos ni cabe imaginar siquiera que los reconocimientos previos o los venideros sirvan para doblegarlos. No están conformes, porque las causas que se han prometido defender siguen vigentes, porque los pueblos indígenas siguen siendo los más discriminados y porque la desigualdad de trato sigue siendo motivo de litigio ante quienes, empoderados, se niegan a reconocerla cabalmente y a actuar sin cálculos políticos para impedirla.

Por supuesto, además, este reconocimiento de Conapred no les caerá bien a quienes consideran que Abel Barrera y Tlachinollan son una monserga para el Estado mexicano. Sí que lo son. Lo son desde hace más de veinte años, que es el mismo lapso en el que México se comprometió a mirar con otros ojos a los pueblos indígenas —cuando el zapatismo los convirtió temporalmente en el grupo más visible del país—, sin haber cumplido esa promesa y sin que hasta hoy haya cambiado aquella condición discriminada. El premio no servirá para modificar de tajo esa obstinada e injusta realidad, pero quizás puede ayudar a recordarnos que gracias a esas monsergas, los más pobres y excluidos pueden albergar alguna esperanza, a pesar de todo.

Investigador del CIDE

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