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Uno de los temas cruciales del federalismo es determinar el lugar de los poderes federales. Estados Unidos, el más antiguo Estado federal, tuvo serios problemas para designar el lugar donde despacharían el presidente, los integrantes de la Suprema Corte y los diputados y senadores. Gracias a una cesión territorial de los estados de Maryland y Virginia en 1800, la sede federal se estableció en Washington DC, trece años después de promulgada la Constitución.
En México no se tuvo ese problema, los poderes federales se asentaron en el centro político, histórico, cultural, social y económico. La ciudad de México ha sido el eje del país. No sólo el asiento político de los poderes federales, sino algo más: el corazón mismo de la nación.
En algún momento durante las deliberaciones de la Constitución de 1824, se discutió si la ciudad de Querétaro sería el sitio para ubicar a los poderes federales. La propuesta desechada llevó a determinar que “la Ciudad de México es el Distrito Federal” como dice textual la Constitución que ahora se reforma.
Si bien digna de emulación, la ciudad tenía políticamente una estatura disminuida y sus habitantes una capitis diminutio. No podían elegir gobernador, ni disponer de municipios libres, ni elegir alcaldes y regidores, ni tener un Poder Legislativo. Sede de los poderes pero sin una Constitución. Esto no fue óbice para que algunas de las iniciativas más avanzadas del país hayan surgido en el DF: la interrupción legal del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la entidad pionera en los juicios orales en materia mercantil, civil y penal, la pensión alimentaria mensual para adultos mayores y otras pendientes.
Después de varios años de debate académico y doctrinario y de dos años de discusión política, ayer el Congreso hizo la declaratoria de constitucionalidad de la reforma política del DF.
La integración de la asamblea constituyente combina varios métodos: elección bajo el sistema de representación proporcional (sesenta), designación de catorce diputados y catorce senadores, nombramiento a dedo de seis diputados por el Presidente y seis por el jefe de Gobierno. Se objetará porque no se votaron los cien cargos por métodos de democracia directa, pero la política no es lo que aconsejan los libros sino lo negociable.
Con un dejo de demagogia se ha declarado que los constituyentes no cobrarán por su trabajo. Parece lógico que quienes ya se desempeñan como diputados y senadores no cobren, ¿pero los demás? La misma Constitución da la regla: “nadie puede ser obligado a prestar trabajos personales sin la justa retribución…” El trabajo de una asamblea constituyente requiere destrezas políticas pero también jurídicas. Un conocimiento de las necesidades de la ciudad y del papel que la sede de los poderes juega en el conjunto federal del país. No pagar por su trabajo resultará inconstitucional.
La tarea de la asamblea será producir la Constitución de la Ciudad de México a partir de una iniciativa del jefe de Gobierno. Tendrá una tarea más relevante aún: inaugurar el nuevo constitucionalismo mexicano. Con su ejemplo podrá iniciarse un movimiento para la conformación de verdaderas constituciones estatales que dejen de ser las hermanas menores de la Constitución general, meros trámites burocráticos, copias casi textuales de la Constitución de 1917. El texto federal está cercano a cumplir 100 años. Muy venerable sin duda, pero obsoleto y lleno de parches. 100 años es buen momento para repensar qué seguirá constitucionalmente en el país.
Los diputados constituyentes de la Ciudad de México tienen enfrente una página de la historia constitucional del país. Se confía que pondrán lo mejor de sus capacidades y talentos.
Miembro del SNI
@MarioMelgarA