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“Aunque el universo parece tener el mismo aspecto por doquier, cambia decididamente con el tiempo”, este principio físico que Stephen Hawking señalara al reducir El universo en una cáscara de nuez, no hizo excepción en nuestra nación.
Este siglo ha sido testigo de grandes cambios sociales a nivel nacional; pese a que nuestra nación mantenga su esencia, su cultura y tradiciones, el México en que vivimos, ya no es el México de hace cien años.
La gran mayoría ha dejado atrás el entorno rural, para voltear a las metrópolis y conurbaciones, hemos crecido a la par del mundo económica, social y políticamente; México se ha afianzado a nivel internacional como una democracia sólida, con derechos cada vez más justiciables.
Estos son los cien años en que más ha progresado la humanidad y México, codo a codo, ha sido parte de este desarrollo universal, conservando sus valores fundamentales, su patriotismo y su tradición, transmitida generación a generación. De ningún modo podríamos aseverar que ser mexicano se condiciona en un determinado tiempo y espacio, ya que no es más mexicano el primer constitucionalista que aquel que hoy respeta y vive el Estado Constitucional.
Hace un siglo, la discusión constitucional versaba sobre temas torales en la justicia social, política, laboral y agraria, materias propias del ideario de la Revolución Mexicana, que instruían a reformular nuestra Carta Magna, en busca de consolidar nuestra democracia, a través de garantizar las bases mínimas para la igualdad y la protección de derechos. Sin duda alguna, nuestra Constitución fue de avanzada, pero la sociedad siempre avanza aún más, pluralizándose cada día, obligando al Constituyente Permanente a dar puntual seguimiento de las necesidades progresivas de la Nación, dejando un testigo fiel de los cambios sociales en cada uno de los artículos reformados a nuestra Ley Fundamental.
Bien se podría afirmar que la Constitución de hoy no es la Constitución de 1917, así como nuestro México cambió, también la Carta Magna fue proclive a dar sustento a las modificaciones de hecho, generando la estructura idónea sobre la que descansa el Estado mexicano.
Este cambio que hoy puede ser normal, pareciera un acto de prestidigitación de nuestro Constituyente, quien adelantándose a nuestros pasos, creó la ingeniería suficiente al interior de la Constitución para lograr la homeostasis constitucional necesaria para adaptarnos a los tiempos específicos de cada época, una mezcla entre flexibilidad y dureza, que el maestro Zagrebelsky supo resumir en la figura de la ductilidad; principio que energiza sus cánones y legitima su aplicación diaria.
Esta reflexión nos lleva más allá de los simples preceptos interconectados de los artículos constitucionales, nuestra Carta Magna es una pieza maestra donde se funden nuestras tradiciones, cultura, hábitos y virtudes con la realidad y las necesidades del pueblo, es aquí donde se concentra la mayor carga de mexicanidad, este es el contenido real de nuestra Ley Fundamental, la cual sólo funge como continente del vasto espectro mexicano infundido en cada uno de los hijos dados.
Hoy, nuestra Constitución es el sueño de sus constituyentes, quienes confiaron en su capacidad atemporal para regir la vida de los mexicanos, marcando la pauta de nuestro destino político, económico y social, desde el rugido legitimador de la nación, depositando la soberanía popular en nuestra Ley Fundamental.
A casi un siglo de distancia, sus preceptos se han vigorizado, protegiendo cada vez más el ideario revolucionario y abarcando grandes deudas, hoy ya saldadas; sumando así la judicialización de derechos, la ampliación de los medios de control, la equidad de género y la juridificación de la democracia, principios que fortalecen el Estado de Derecho en que vivimos, allegándonos como tal a un verdadero Estado de Derecho Constitucional.
Senadora de la República