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El 8 de septiembre, el gobierno federal entregó el paquete económico de 2017. Las finanzas del gobierno deben ser como las finanzas de las familias: como regla, uno no debe gastar más de lo que tiene y si lo hace, debe ser de manera transparente, bien planeada y para algo que realmente valga la pena, como una operación médica o comprar una casa para dejar de pagar renta. Pero uno no puede, por ejemplo, pedir fiado el pan de cada semana o pagar con la tarjeta de crédito las salidas de cada mes, porque ese gasto se acumulará y terminará siendo más costoso por los intereses que hay que pagar.
Lo mismo pasa en el caso de los países. Lo malo no es endeudarse, sino hacerlo sin planeación y para cosas que no dejan nada duradero. Eso es lo que le está pasando a México. La deuda gubernamental total ha crecido 63%, al inicio del sexenio equivalía al 34% del Producto Interno Bruto (PIB), para junio de 2016, alcanzó el 47% y para 2017 podría superar el 50% del PIB. De ésta, la más preocupante es la deuda externa que se ha duplicado en los últimos años.
¿Dónde está todo ese dinero? ¿Sirvió para activar el crecimiento? Parece que no. En lo que va de 2016, la economía no supera el 2.5% de crecimiento, la mitad de lo que se crecía en el periodo 2010-2012. Para 2017, el gobierno tiene una estimación de crecimiento del 2.5%. Esto está lejos del 5.2% de lo que se dijo en los Criterios Generales de Política Económica de 2014. Y la perspectiva para 2018 no es mejor: crecimiento de 3.0%. Con ello tendríamos, en el mejor de los casos, un crecimiento promedio de 2.3%.
Hoy se reconoce la necesidad del ajuste. Eso es bueno, porque como alguna vez escribí en este espacio, las calificadoras de riesgo crediticio como Standard & Poor’s y Moody’s nos han advertido sobre las potenciales consecuencias negativas de seguir aumentando la deuda gubernamental. Por primera vez en esta administración, se propone para 2017 un superávit primario, es decir, que los ingresos menos el costo de pago de la deuda sean mayores a los gastos.
Pero lo malo es que se sigue gastando sin priorizar la inversión. El gasto total aumentará 1.5%, al pasar de 4.76 billones presupuestados en 2016, a 4.84 billones considerados en el Proyecto de Presupuesto de 2017. De ese aumento, 292 mil millones de pesos serán destinados a pensiones, deuda e intereses de la deuda (gasto no programable). El gasto corriente (sueldos, prestaciones y operación del gobierno) caerá al parecer nada más un 1.7%. Pero el gasto de inversión tendrá un recorte abrupto de 24.4%, lo que representa 180 mil millones de pesos menos para carreteras, escuelas, hospitales, drenaje, agua, y otra infraestructura que requiere el país. Por primera vez, desde que se dispone de registro comparable, se tendrán tres años consecutivos con reducción de la inversión púbica en México, algo que no sucedió ni en la crisis de 1994.
Debemos hacer mucho más con el presupuesto. En ingresos tenemos que buscar las medidas para ampliar la base tributaria y que no paguen los de siempre cada vez más. Tenemos que cuidar cada peso del gasto público, buscando eliminar la ineficiencia, el derroche, la posibilidad de los famosos “moches” y la opacidad. Tenemos que dar prioridad a la inversión pública (infraestructura, por ejemplo) sobre el gasto corriente (sueldos, bonos y viajes) para que el país pueda crecer a largo plazo. Sobre todo, necesitamos un liderazgo ético en distintos lugares para que maneje las finanzas públicas de forma transparente y honesta y lo haga cuidando la efectividad del gasto público. Un liderazgo que ponga el ejemplo y asuma sacrificios antes de pedírselos a las familias. Un liderazgo que demuestre que, gobernando con responsabilidad y sentido de servicio público, el país puede crecer más y repartir mejor las cargas y los beneficios del bien común.
Abogada