La semana pasada visité Baja California y fui a la frontera, al lugar donde está el muro que separa a Estados Unidos no sólo de México, sino de todo el sur del continente. Ese muro divide también familias y comunidades. Visito ese lugar cada vez que puedo, porque hay mucho que pensar y muchas personas a quién recordar. No creo que haya un mexicano que no tenga nada que reflexionar en ese lugar que simboliza tantas cosas.

En el vuelo de regreso a la Ciudad de México, en el asiento de al lado venía una niña guatemalteca de 13 años que estaba siendo repatriada. Laura (así la llamaré) quería llegar a EU a ver a su mamá, quien se fue con sus dos hermanos cuando ella tenía nueve años. Me dijo que venía huyendo de la violencia; que en su pueblo el crimen organizado copta a los adolescentes y que las familias de quienes no quieren unirse a las bandas criminales tienen que pagar cuotas de extorsión.

Yo me he dedicado por años al tema de los niños migrantes no acompañados y por eso conozco muchas historias similares a las de Laura. Me dijo que la trataron muy bien en el albergue en México y que aprendió mucho en los talleres. Me dio gusto ver que no sólo iba con su hermano, sino también con una joven oficial protector de la infancia del Instituto Nacional de Migración a quien felicité por su trabajo. En medio de la frustración del regreso a su país por no poder estar con su madre, Laura puede decir, al menos, que en México se encontró con una servidora pública comprometida, con un albergue donde recibió un trato digno y con amigos que le hicieron un poco menos triste su camino de regreso.

Laura fue deportada, pero ahí sigue el tema del sistema migratorio de EU. Un sistema quebrado que tiene años que ya no funciona. Un sistema cruel que ve una amenaza en una humilde mujer trabajadora y en su hija de 13 años. Todo mundo sabe qué le falla y qué le falta a ese sistema. Todo mundo sabe que la reforma a fondo es urgente no sólo por los migrantes, sino por el propio bienestar de la sociedad y la economía estadounidense. Pero, gracias al populismo conservador, la migración se ha convertido en una entelequia política y un tabú racial para radicalizar políticamente a la gente y obtener votos.

Sabemos que este martes, el llamado Súper martes, será definitorio en las elecciones primarias. Del lado de los demócratas, se ve difícil que Hillary no se consolide después de arrasar a Bernie Sanders en Carolina del Sur. Pero la preocupación mundial viene por lo que está pasando en el lado republicano. El partido del libertador Abraham Lincoln está encaminándose a elegir a un político que grita racismo y autoritarismo en cada palabra. Donald Trump y su discurso de odio, que ha encontrado un chivo expiatorio de todos los males de los estadounidenses: los migrantes latinoamericanos y, en especial, los mexicanos.

El 31 de agosto del año pasado, escribí para EL UNIVERSAL mi artículo Tomar en serio a Trump. Advertía ahí del peligro que representaba el discurso de odio demagógico, excluyente y cruel de este personaje. Antes de las internas, algunos hasta celebraban sus disparates porque decían que “le daba sabor” a la contienda. Pero yo siempre lo vi con mucha preocupación. El discurso del odio es un recurso fácil para manipular electores. El mundo ha sufrido mucho por la indiferencia de la mayoría frente a este tipo de estrategia política que en el caso de Trump es veneno puro contra millones de migrantes que viven, y lo hacen de manera honesta y productiva, en EU.

Espero sinceramente que los electores de los estados donde habrá primarias en este súper martes recapaciten sobre el rumbo que le darían a su país en caso de que Trump se siga llevando victorias. Y espero también que los cuadros dirigentes del Partido Republicano tomen medidas más drásticas y eficaces para construir una candidatura alternativa viable. De lo contrario, las consecuencias pueden ser dramáticas para EU, sus vecinos y el resto del mundo. El súper martes será como la hora de la verdad.

Abogada

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