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La justicia española detuvo a Humberto Moreira, acusado de delitos como lavado de dinero y corrupción. No fue una sorpresa, pero todos pensamos lo mismo: tuvieron que ser otros y no autoridades de México quienes cumplieran con esta misión. De entrada, está la pregunta: ¿se vale que sean otros? La respuesta es que sí. Está en el interés de la comunidad internacional combatir la corrupción y evitar que se convierta en una forma “natural” de hacer negocios en países con los que se tienen relaciones políticas y económicas.
Las empresas también saben que la competencia es desleal cuando el rival recibe un gran contrato en otro país de manera corrupta. A las grandes constructoras en España, por ejemplo, puede resultarles perjudicial el estilo de ganar contratos de OHL en México. Así, el perjuicio de un acto de corrupción puede ir más allá del país donde se comete. De ahí que sea positivo que la corrupción pueda combatirse globalmente.
Y qué decir de los flujos de dinero ilícito que se mueven por los sistemas financieros del mundo. La vinculación natural del lavado de dinero con la corrupción ha sido enfatizada en los últimos años. En 2010, el G20 puso en marcha el Grupo de Acción Financiera Internacional. Las recomendaciones de este grupo dieron lugar a iniciativas de ley presentadas por parte del Ejecutivo federal en 2011: la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas y varias reformas a la Ley de Responsabilidad de Servidores Públicos.
Ahora bien, hay que decir que en todos lados —España incluida— hay políticos corruptos. Pero el problema es que en México parece que no hay consecuencias de ningún tipo para quien se burla de las leyes y del pueblo. Y no hablo sólo de consecuencias legales, sino también políticas y sociales. A pesar de haber dejado al pueblo de Coahuila endeudado y en la quiebra, Moreira llegó a dirigente nacional del PRI y en esa posición orquestó la campaña federal de 2012 en la que ganó el PRI.
Lo lamentable es que parece que da igual ser honesto o corrupto en la política. Tenemos por ahí como ejemplo a un presidente municipal impresentable que volvió a ganar las elecciones, a pesar de que dijo que “robó poquito” y a pesar también de la forma en la que le gusta humillar públicamente a las mujeres. Muchas voces se levantaron para denunciarlo. Nada ocurrió.
Tuvimos también a un subsecretario de Prevención y Participación Ciudadana de Segob, que fue nombrado a pesar de su fama pública y su dudosa reputación y mantenido en el cargo a pesar de las protestas de la sociedad civil. Terminó acusado de varios delitos y renunció al cargo. Pero un juez lo mantiene en libertad, mientras que el fiscal que lo acusó es quien se ve perseguido políticamente, frente al silencio de los demás.
¿Qué pasa cuando algunos políticos buscan que los corruptos rindan cuentas? Tampoco mucho. Hace unos años, el procurador fiscal y el secretario de Hacienda y Crédito Público del gobierno anterior iniciaron una denuncia penal por el desvío de fondos en Coahuila. Nada importante pasó. En Texas la justicia reconoció que se trataba de recursos públicos. De lo anterior, un grupo de senadores panistas al inicio de la pasada legislatura pidieron que se devolviera el dinero a Coahuila. Nadie sabe bien qué pasó. Los senadores se quedaron solos y sólo pudieron condenarlo en el discurso. Es decir, en México ni siquiera la oposición denuncia la corrupción del partido en el gobierno.
Hay que aceptar que la sanción social tampoco es especialmente fuerte. Y en eso, todos tenemos que ver con la complicidad de la comunidad. Basta revisar las páginas de la revista más conocida de sociales de esta quincena para darse cuenta de la presencia de Humberto Moreira. Ahí está él en una foto, en una fiesta “en petit comité”, según la revista. Así es, la corrupción sigue siendo invitada a las fiestas, tratando de salvar las apariencias.
Abogada