Peña Nieto impuso el “gasolinazo”, aplicando la Ley de Ingresos, aprobada por PRI, PAN y PRD, incrementando —de golpe— el precio de gasolina y diésel en 20%, como parte de la “liberalización de los precios” y que obedece a un gobierno quebrado para pagar su irresponsable endeudamiento; sin duda, brutal ataque contra la economía popular, que la Cámara de Diputados debe reformar e impedir su repetición programada. Pero no nos confundamos, el problema es la reforma energética. Nuestras refinerías trabajan a 37% de su capacidad, el gobierno cortó la producción de gasolina y diesel, con petróleo nuestro que abarataría el precio y “liberó” a empresas extranjeras para importar gasolina y diesel, que cubren ya 70% del mercado nacional —más de 570 mil barriles diarios—, cuyo precio incluye costos del petróleo crudo, de refinación, de comercialización en EU, de importación, almacenamiento y traslado de la gasolina y diésel, de impuestos y de utilidades acaparadas por EU. Los mexicanos lo pagaremos, en detrimento de la actividad industrial, empleos e impuestos. Para asegurar el negocio a los importadores de gasolina, el gobierno puso a remate la capacidad de almacenamiento y transporte de petrolíferos de Pemex, que quedaran en las transnacionales. Además, la red de gasolineras mexicanas se ha ido vendiendo subrepticiamente a transnacionales; así como los 10 mil km de oleoductos y 5 mil km de poliductos, a fondos financieros como BlackRock y otros de funcionarios y ex funcionarios priístas y panistas, corrupción concertada.

La reforma obligó a Pemex a terminar la vigencia de contratos de suministro con gasolineros en 2017, forzando el abandono de la “franquicia-Pemex”, pasando a contratos a corto plazo y salida fácil, obligación virtual para que compren a importadores extranjeros que controlan ya 70% del mercado, y liberalizados los precios, serán determinados por el supuesto mercado. La reforma energética destruye toda la capacidad operativa, productiva, financiera, tecnológica y de suministro al mercado nacional de hidrocarburos de Pemex, para sustituirlo por oligopolios extranjeros, otorgándoles toda la cadena de valor económico, desde los yacimientos hasta la industrialización, comercialización y abasto de hidrocarburos y energía eléctrica. Transfiere la utilidad y el poder de suministro a oligopolios, sin que cubran los costos de la infraestructura y mantenimiento: subsidio directo del Estado mexicano. Con nuestra capacidad petroquímica desmantelada, la desindustrialización y dependencia energética de EU, hacen inviable las finanzas públicas, el crecimiento económico y el desarrollo nacional. Durante los últimos 30 años México obtuvo a través de Pemex, un superávit petrolero que compensó (parcialmente) la balanza comercial, el déficit de cuenta corriente y de balanza de pagos; y aportó 97% de las divisas del Banco de México.

El suministro energético mediante importación tendrá dos consecuencias negativas para la inversión, el crecimiento, el empleo y el desarrollo: 1) los aumentos de los precios internacionales no podrán ser compensados por ninguna política pública, que recaerá en costos a las empresas y los ciudadanos; 2) todo aumento en el tipo de cambio incrementará los costos productivos y la inflación, por mayores precios de los energéticos. La indignación legítima de la población frente al gasolinazo irresponsable de Peña Nieto debe obligar a los mexicanos a reconocer que este golpe se agravará; porque las gasolinas, diesel, combustóleos, petroquímicos estarán en manos de monopolios extranjeros que manejarán los precios a su antojo, bajo la cortina de humo del supuesto mercado, “arma política” del Imperio, de quién los hoy indignados seremos dependientes. Por eso es indispensable señalar, difundir, aclarar, insistentemente, a los mexicanos irritados, que la agresión del “gasolinazo” palidece frente a la traición a México, de Peña, PRI, PAN y PRD asociados, en la imposición de la reforma energética. Hay responsables, ellos son.

Senador de la República

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