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El sexenio de Felipe Calderón dejó un saldo de 31 alcaldes asesinados y en tan sólo tres años del periodo de Enrique Peña Nieto, los asesinatos de presidentes municipales suman más de 40. La naturalidad con la que vivimos este fenómeno en nuestro país refuerza la impunidad y en consecuencia ensancha los espacios para su reproducción. ¿Existe alguna estrategia de prevención? ¿Ante el exorbitante número de autoridades municipales asesinadas hay algún protocolo de seguridad nacional que les otorgue protección efectiva?
Salía el segundo sol del 2016 y recibíamos la noticia de que fue ejecutada Gisela Mota Ocampo del Partido de la Revolución Democrática PRD, a manos de un grupo armado en el interior de su vivienda en la comunidad de Pueblo Viejo y luego de un día de haber tomado posesión como alcaldesa de Temixco. Como en muchos otros casos de alcaldes electos o en el cargo, los familiares de Gisela Mota habían recibido amenazas de muerte previamente. Aunque el gobierno de Morelos anunció que de los nueve delincuentes dos fueron “abatidos” y otros dos detenidos, cinco más están prófugos.
Morelos ha sido uno de los estados en los que las agresiones contra alcaldes se han vuelto una costumbre. Recordemos el caso del candidato a la presidencia municipal de Yautepec, por el Partido de la Revolución Democrática PRD, Agustín Alonso Gutiérrez, quien en abril del año pasado fue baleado por sujetos armados, sin que tuvieran suerte de asesinarlo.
De acuerdo con datos de la Asociación de Autoridades Locales de México AALMAC, hasta julio del 2015 México había registrado en la última década 73 asesinatos de alcaldes de los cuales seis ocurrieron en 2015. Sin embargo, no existe todavía un protocolo especial de seguridad por parte del gobierno federal que blinde a los alcaldes ante las amenazas y agresiones materializadas a las que están expuestos. Aunque Graco Ramírez en reacción a la muerte de Gisela Mota anunció la creación de un protocolo de seguridad en Morelos para que no estén expuestos a la misma suerte los 33 presidentes municipales del estado, tomará tiempo dotarlo de elementos que funcionen realmente en situaciones de emergencia y que inhiban efectivamente las intenciones de quienes están dispuestos a matar autoridades municipales a destajo.
Entre las hipótesis que se lanzan para las propias investigaciones se concibe la posibilidad de que las víctimas hayan tenido contactos previos con integrantes del crimen organizado o hayan incluso apoyado alguna operación del narcotráfico. Esta postura de criminalización de las víctimas es ya una justificación bien asumida para eludir las deficiencias que la mayoría de las investigaciones en estos casos arrojan. Me viene a la mente el caso del asesinato de Ulises Sánchez, hermano del exalcalde panista de Yecapixtla Francisco Sánchez, que fue detenido por la policía federal en 2012 por supuestos vínculos con grupos organizados y absuelto en tanto la policía no acreditó pruebas en su contra. Su asesinato fue perpetuado el 3 de enero del año pasado, pese a las denuncias de amenazas que el entonces alcalde había presentado.
Lo que es un hecho es que ni los gobiernos locales ni el federal tenían previsto detener esta ola de violencia que pone en manos del crimen organizado las negociaciones de protección en procesos electorales y la consumación de atentados contra autoridades municipales.
Otro elemento que suele ser recurrente cuando se analizan posibles causales que hacen de uno u otro alcalde el blanco del crimen organizado, es su filia partidista. Sin embargo, considerando que la mayoría de los presidentes municipales en el país pertenecen al Partido Revolucionario Institucional con sus aliados del Verde, seguidos del Partido de la Revolución Democrática PRD, asegurar que se protege a los alcaldes afines al gobierno federal y se desprotege a los de oposición puede ser muy riesgoso. En este sentido, podríamos suponer que la militancia partidista no es un elemento determinante en la elección de víctimas que realiza el crimen organizado. Como lo muestra el recuento de la AALMAC, los estados con los problemas “más graves” de violencia hacia los presidentes municipales son Guerrero, Michoacán, Tamaulipas y Veracruz, lo que coincide evidentemente con las regiones en donde resulta más activo el narco. No es suficiente el número de alcaldes que han perdido la vida para que en estas entidades se establezca un protocolo certificado que resguarde la vida de las autoridades.
La incertidumbre sobre la vulnerabilidad a la que estamos expuestos los ciudadanos se alimenta de señales como esta. Si las autoridades son presa fácil del crimen y sus asesinatos quedan impunes qué podemos esperar quienes no formamos parte de un gobierno. ¿Cuántos alcaldes más perderán la vida antes de que se establezca un sistema de protección en el que las extorsiones, amenazas y agresiones tengan un costo palpable para los criminales?
Analista política y activista ciudadana