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La corrupción es un fenómeno que ha socavado a buena parte de la clase política en México y en otros países del mundo. Dirigentes, tanto de izquierda como de derecha, han sido beneficiarios. No es un asunto ideológico, lo es de principios éticos. La aparición del ciudadano furioso (ante la corrupción, la desigualdad y la injusticia), es quizá la expresión más clara de la crisis que hoy viven las democracias occidentales. Al menos explica la regresión que significan el Brexit para el Reino Unido, el triunfo de Trump en los Estados Unidos y el crecimiento inusitado de candidatos xenófobos y ultranacionalistas en Alemania, Francia, Holanda y otros países europeos. También explica las movilizaciones populares que defenestraron al gobierno de Brasil e intentan hacer lo mismo con el de Venezuela. ¿Cuál será su expresión en el México del 2018?
La furia social puede ser bienintencionada y generar cambios positivos de progreso y bienestar, pero también puede volverse destructiva y maligna, sobre todo si la movilización popular queda en manos de dirigentes demagogos, de líderes sectarios irresponsables. La furia social es un proceso volátil, que puede dispararse en cualquier dirección. No me parece confiable, y creo que es un error alentarlo como motor del cambio en los procesos electorales. Prefiero la persuasión y los consensos. En ello radica el arte de la política liberal, tan disminuida en estos tiempos, ante los embates populistas.
¿En dónde quedó el triunfalismo de la ideología capitalista hiperliberal? ¿Qué fue de la gradual disolución de las fronteras para dar paso a la supremacía de los mercados globales? ¿Por qué recuperan terreno los movimientos nacionalistas? ¿Acaso la globalización amplió la brecha de la desigualdad y de la injusticia? Creo que, una vez más, la desmesura del gran capital ha despertado la némesis social. La misma que antaño llevó a la guillotina a los gobernantes. Hoy el castigo y la venganza se expresan en las urnas. Es más civilizado, claro. Pero preocupa que esta vez las víctimas sean la diversidad, los derechos adquiridos, la migración y las minorías, entre los más afectados. Ha surgido una nueva derecha, supuestamente alternativa, enmascarada en un nacionalismo emocional extremoso, que ha logrado hacerse del poder por la vía legal. Si nos irritaba que hubiera Jefes de Estado haciendo negocios, ¿qué haremos ahora que tenemos a hombres de negocios dirigiendo la política mundial? La reflexión es ineludible: ¿estamos frente un avance o ante una regresión?
Hace ya 25 años que el polémico autor, ahora Profesor de Estudios Internacionales en la Universidad de Stanford, Francis Fukuyama, publicó su tan debatida obra (traducida a más de 20 idiomas) El fin de la historia y el último hombre. Eran los tiempos del colapso del comunismo. Las democracias capitalistas occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, se declaraban ganadoras absolutas de la guerra fría. Pero luego vino el inusitado ascenso de los radicales islámicos, el ataque a las torres gemelas en Nueva York y la desastrosa intervención militar en Irak. La historia continuó (en sintonía con la dialéctica de Hegel) entre conflictos y contradicciones. Y hoy, todo parece indicar que, el capitalismo democrático liberal, afronta nuevamente una dura prueba. Esta vez su principal opositor no es más que el propio ciudadano; sí, pero se trata de un ciudadano rabioso, según lo describió hace algunos años el periodista alemán Dirk Kurbjuweit, del semanario Der Spiegel, una de las publicaciones más influyentes en Europa
Algo falló en el modelo. La narrativa decía que las democracias liberales capitalistas representaban la mejor expresión posible de nuestra civilización. La ciencia moderna, poderosa, junto con la innovación y la tecnología, de la mano del capitalismo de mercado, generarían condiciones para crear cada vez mayores recursos. En cierta forma ocurrió, pero sólo transitoriamente. Los recursos generados no se distribuyeron éticamente. Las crisis económicas internacionales acentuaron las desigualdades, y la corrupción hizo que en muchos países (el nuestro incluido) proliferaran las fortunas mal habidas. Apareció entonces, con furia, el reclamo ciudadano. Con intensidad variable, en contextos distintos, sin un rumbo predecible, la furia social reivindica el amor propio del ciudadano agraviado.
Si esta es la época de la post-verdad (palabra del año según el diccionario de Oxford), de los bots que vuelven virales y aceleran mediante algoritmos las falsas noticias, bien podríamos estar también viviendo en la post-historia, siguiendo la línea discursiva de Fukuyama. Resulta entonces, que la sociedad norteamericana de la última década del siglo pasado, no fue la mejor posible de la historia. Al menos, eso dijo en las urnas hace unos meses, el ciudadano rabioso norteamericano. En lo personal, no creo que nuestros vecinos hayan avanzado hacia algo mejor. Pero mucha gente de aquel lado no piensa lo mismo. Lo único que hay que agradecerle a la democracia capitalista es que reconoce los resultados. Se apega a la legalidad. Es una ventaja.
La furia social se logra entender, porque hay un resentimiento acumulado: sea por la corrupción y la impunidad de los gobernantes, sea por la inobjetable desigualdad en la distribución de la riqueza y de las oportunidades, o sea por la percepción de que uno no recibe lo que le toca, lo que en estricta justicia cree que se merece. Si la democracia liberal, pacífica y próspera, es la responsable de semejantes circunstancias, entonces, al diablo con ella. ¡Que viva el proteccionismo nacionalista! Resucitemos las viejas fórmulas. Me parece un grave error. Hay que ver para adelante, no para atrás.
Incursionar en las estructuras profundas de la existencia social humana es cada vez más complejo. Urgen nuevos paradigmas. En todo caso, hay que tratar de entender y de darle sentido a lo que estamos viviendo: un mundo furioso. No puede ser que el hábitat del último hombre, es decir, del hombre de nuestro tiempo, sea el de la cultura de las celebridades superfluas, que se caracterizan por estar vacías por cualquier lado que se examinen. Tiene que haber algo mejor que la post-verdad. Por supuesto, la historia no ha llegado a su fin. No todavía.
Los problemas de la democracia solo pueden resolverse con más democracia, decía Willy Brandt, el más demócrata de los socialistas. Creo que lo que ocurre es que las democracias modernas son más abiertas y plurales, también son menos predecibles. Es difícil anticipar cuál será su siguiente modalidad. Se encuentran tan divididas, tan fragmentadas, tan pulverizadas, que los diversos poderes que operan en su interior (el sector público gubernamental, los sectores sociales y académicos, los banqueros y los empresarios, etc.) lejos de cooperar, se la pasan compitiendo entre ellos. Se nos acaba de ir Giovanni Sartori y ya lo echamos de menos. Era el indicado para hacerle la pregunta: Maestro, ¿qué sigue?
Frente al ciudadano furioso, yo no veo más que al ciudadano democrático: más culto, más libre, con más derechos y más informado que nunca antes en la historia. Si ha perdido batallas recientes es quizá por no haber sabido compartir con otros su estatus privilegiado. En cualquier caso, no son muchas sus opciones. Debe encontrar la fórmula para volver a ganar en las urnas sin demagogia, honrando su pensamiento crítico y recreando un proyecto colectivo de ideales, capaz de cohesionar a una sociedad furiosa, agraviada, polarizada, pero no irreconciliable. Ardua tarea.
Presidente del Consejo, Instituto Aspen en México