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La reunión en Hamburgo del G-20, la semana pasada, ratifica el diagnóstico: la política (al menos como la hemos entendido en estos últimos tiempos) tiene más limitaciones de las que se creían. Muchos pensaron o trataron de convencer a otros más —con grados diversos de éxito— que lo que continuaba luego de la caída del Muro de Berlín (1989) y el inminente “Fin de la Historia” (1992) iba a ser más sencillo: la política había que liberalizarla (según los principios de las democracias occidentales) y la economía había que globalizarla (según los dictámenes de los organismos financieros internacionales).
La fórmula no funcionó, o funcionó parcialmente. Benefició a algunos cuantos pero no a las mayorías. La desigualdad se acentuó. La política (local) perdió el control sobre la economía (global) y acabó por deslegitimarse. Al no poder satisfacer las necesidades económicas de amplios sectores, la política perdió credibilidad. De ahí el éxito de las iniciativas políticas antisistema, buenas (¿Macron?) o malas (¿Brexit?). Aparecieron asimismo nuevos fenómenos sociales reclamando mayores derechos a la diversidad individual, más allá de las fronteras nacionales. La ecología se volvió global, al igual que el comercio y los flujos migratorios. La dislocación entre lo global y lo local parece haber llegado a su límite. Las disyuntivas aparentes no convencen: o se genera un sistema político global (¿será posible una gobernanza global?) o se regresa a una economía local (Trump dixit). Claro, siempre queda la opción de crear un nuevo modelo, un nuevo orden internacional en armonía con las necesidades y legítimos anhelos de las personas comunes. Sería asunto de devolver la condición humana al primer plano de las decisiones políticas y económicas.
Pienso además que la política no ha sabido adaptarse, al menos no lo hizo oportunamente, a muchos de los cambios que trajo consigo la globalización y que también están detrás de ella: la revolución digital, la información en tiempo real, la inteligencia artificial, los big data, la realidad virtual, la supremacía de las pantallas sea en teléfonos o tabletas, etc. El homo tecnológico puede ser muy poderoso e incidir sobre la ciudadanía más que cualquier líder político convencional: moviliza a la comunidad desde un dispositivo móvil, le da voz a los que nunca la han tenido, envalentona a los individuos desde el anonimato, lanza proclamas capaces de destruir reputaciones en minutos, difunde hechos alternativos e invita a navegar en el mundo de la postverdad a quien así lo desee. Por el contrario, también puede ser un buen aliado, según lo muestran algunos políticos particularmente hábiles en tuiter. No obstante persiste la duda sobre si los aliados políticos en redes son personas o son bots.
Si es evidente que la política perdió el control de la economía, resulta aún más preocupante que sean ahora algoritmos los que empiecen a tomar las grandes decisiones que nos afectan de manera cotidiana, por aquello de que tienen menos posibilidades de equivocarse que las personas. Si pides un préstamo al banco o si vas a renovar tu seguro médico, lo decide un algoritmo. Ya tienen pues, en muchos casos, más autoridad que las personas. ¿De veras cree usted que los algoritmos harán menos estupideces que los políticos? Estos últimos nos han mostrado que para ellos es más fácil iniciar una guerra que reducir la desigualdad. Si la inteligencia artificial, en la política, va a aumentar nuestra capacidad para resolver problemas, bienvenida. Dudo que aumente nuestra capacidad para percibirlos. Porque una cosa es la inteligencia y otra, muy distinta, es la conciencia. ¿Cómo mejoramos la conciencia de los políticos actuales? ¿Cómo despertamos su sensibilidad?
Ahora que el conocimiento es más perecedero que nunca antes en la historia, es cuando más lo necesitamos. Vivimos contradicciones inéditas ante las cuales la política se ha pasmado. Los políticos, salvo excepciones, enmudecen. La gente muere más por comer en exceso (obesidad, diabetes) que por no comer (desnutrición). Hoy más personas mueren por viejos que por infecciones y, en algunos países, las tasas de suicidio superan ya a las de los homicidios. Esas no son realidades ficticias. Para que la política recupere espacios necesita más inteligencia pero también, mayor conciencia.
La perspectiva global ha subestimado el hecho de que, a nivel local, más allá de poses y apariencias, los seres humanos seguimos siendo, ante todo, animales sociales. Necesitamos de los otros para sobrevivir. Por eso nos asociamos y podemos cooperar entre nosotros. Necesitamos políticas que nos coordinen, no que nos ignoren. Transitamos de la alegría a la tristeza, y del aburrimiento a la ilusión. Con frecuencia nos sentimos solos y alienados. Para muchos, la medida de la realidad es el sufrimiento. A quién le importa eso, si no es a las instancias locales. No creo que en los centros neurales de las grandes decisiones económicas globales, estas reflexiones les merezcan consideración alguna. ¿Para qué, si de cualquier forma, los más ricos (ellos mismos) sacan siempre la mejor tajada?
Cierto es que muchos de los grandes problemas que nos aquejan no pueden resolverse a nivel local. El cambio climático, cuyo deterioro nos expone a todos como especie, sin excepción, es un buen ejemplo. Ocurre lo mismo en otros asuntos, como es el de la manipulación genética de los sistemas biológicos, el nuestro incluido, por supuesto. No basta con que esté bien regulado en algunos países si en otros no lo está. Lo mismo puede decirse sobre el tema de las drogas o de las armas nucleares. Todos ellos requieren de una regulación global.
En la misma tendencia se encuentran fenómenos sociales que antes eran materia exclusiva de cada estado, de cada nación. Los derechos humanos encabezan la lista. La exigencia de que se reconozcan por igual diversas identidades toma cada vez más fuerza. Aún los globalifóbicos que se expresaron en Hamburgo marcharon detrás de las mantas con las que más se identificaban: feministas, migrantes, ecologistas, indigenistas. Cada grupo traía sus propias demandas. Todos en contra de un proyecto que, bajo el manto de la sociedad abierta y de la globalización, ha creado una sociedad de la exclusión. Los beneficios de la globalización no han llegado a las mayorías. Los gobiernos locales han sido incapaces de convertir las oportunidades inobjetables que ésta tiene, en acciones concretas de bienestar local, sobre todo para quienes históricamente han sido excluidos de los beneficios del desarrollo. O será que los políticos, gestores tradicionales del bienestar popular, han cedido sus lugares a hombres de negocios, sin la menor sensibilidad social.
La compleja trama no admite ya simulaciones. Las soluciones habrán de venir de la política, con todo y sus limitaciones. Acaso, sin embargo, sea necesario tomar distancia de las envolturas artificiales de la política, de la ilusión del poder que genera, para reconocer sus límites y las distorsiones en las que ha incurrido. Acaso también ha llegado el momento de ya no dejar la política solo en manos de los políticos. Se ha vuelto demasiado importante.
Presidente del Consejo del Aspen Institute en México.