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Ni se olvidará, al menos no mientras no se esclarezcan los hechos y se sancione a los responsables. A dos años de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos el tema sigue palpitando, con razón, no sólo entre familiares y amigos de los jóvenes desaparecidos en Iguala, sino en miles de familias que en diversos puntos del país han sido víctimas de la violencia, desconocen el paradero de sus seres queridos y tienen la convicción de que la justicia no ha funcionado. Razones para entender las reacciones individuales y colectivas que el asunto suscita, no faltan.
El problema en Iguala, de hecho, se sigue complicando. La excelente investigación periodística de Diana Lastiri y Dennis García publicada hace un par de días en EL UNIVERSAL (24/09) da cuenta clara de ello. Delitos tales como robo, homicidio (tentativa incluida) y extorsión han aumentado un 40%; la prostitución y la explotación sexual también se dispararon, y el miedo y la desconfianza son los estados de ánimo que prevalecen en la población. A la gente le aflige más su inseguridad que su pobreza. Los datos del diagnóstico provienen de la propia Secretaría de Gobernación. La renuencia a denunciar por temor a represalias sugiere que la cifra negra es alta. El panorama es pues, más grave que el descrito.
Resulta necesario hacer nuevos peritajes tanto en Cocula como en otros lugares donde pueda haber restos humanos. Se habla de por lo menos otros cuarenta sitios, en los que se utilizará tecnología moderna para ubicar posibles fosas clandestinas. Hay que estar preparados. Es probable que los hallazgos sean devastadores, pero la verdad no se puede ocultar ni disimular. A todos nos urge recuperar la credibilidad en las instituciones de procuración de justicia. A veces también ocurre que de experiencias dolorosas y amargas, pueden surgir iniciativas o proyectos que nos permitan entender mejor otros ángulos del problema y ayudar a las víctimas con una perspectiva distinta.
Poco tiempo después del 26 de septiembre de 2014, cuando se intensificaba la búsqueda de los estudiantes victimados aquella larga noche y aparecían osamentas humanas prácticamente en donde se escarbara, se anunció que, con el apoyo de un grupo de expertos forenses argentinos, se tomarían muestras de DNA para compararlas con las de los restos humanos que se iban encontrando en esos cementerios clandestinos. Las imágenes que vi por la televisión aquella noche me impactaron como pocas veces: largas filas de mujeres, casi todas indígenas, con un profundo dolor reflejado en el rostro, aguardando pacientemente su turno a que les tomaran una muestra de sangre para ver si su DNA era compatible con el de alguna de las osamentas halladas. Se trataba de madres o esposas de desaparecidos, desesperadas, aterradas, angustiadas, abandonadas en su inmensa tristeza. Esa noche dormí poco y mal.
Comenté mi experiencia con algunos colaboradores que participan en el Seminario que dirijo en la UNAM. Tendríamos que hacer algo para ayudar a esas comunidades, no podemos seguir como si el estrés postraumático solo existiera en los veteranos de la guerra en Irak, en la ficción o en las películas de Hollywood, les comenté. ¿Cómo ha incidido la violencia en la salud mental de quienes viven en esas comunidades? Esa era la pregunta. Una joven y talentosa psiquiatra, con experiencia en atención a víctimas, Deni Álvarez Icaza, alzó la mano y asumió desde entonces la coordinación de un proyecto interdisciplinario que busca comprender mejor qué ocurre, en términos de la salud mental, con las comunidades acosadas por la violencia; qué pasa con las familias de los miles de muertos y desaparecidos por esta guerra tan absurda que emprendimos en México contra las drogas; cómo desarrollar un modelo de intervención terapéutica que sea eficaz y pueda aplicarse en aquellas comunidades que lo requieran; cómo ganarse la confianza de un tejido social agraviado, fragmentado, permanentemente amenazado.
Con el respaldo de la Facultad de Medicina de la UNAM, del Instituto Nacional de Psiquiatría, de la Secretaría de Salud (tanto federal como estatal), y con el apoyo de la Fundación Gonzalo Río Arronte, pusimos en marcha, unos meses después, un protocolo con estos propósitos en una comunidad cercana a la región más afectada. Se establecieron posteriormente contactos para trabajar de manera coordinada con UNICEF y la organización Médicos sin Frontera, también interesados en el tema. “Redes para la vida” es el nombre del proyecto, aún incipiente, pero que ya está en marcha desde hace varios meses. Tiene un potencial enorme de apoyo psicosocial para los deudos y, ayudándolos, busca honrar la memoria de las víctimas de la violencia en Guerrero.
En esas comunidades, inmersas en la violencia cotidiana, la mayoría de la población no rebasa la línea de bienestar básico trazada por Coneval y una proporción estimable cae dentro del rubro de pobreza alimentaria. A pesar de estar en medio de zonas de cultivo y tráfico de drogas (amapola y marihuana, sobre todo), lo que más se consume localmente, en proporciones alarmantemente altas, es el alcohol.
La violencia hacia las mujeres, la violencia sexual, dentro y fuera del entorno familiar, es más grave de lo que se ha estimado. La violación, en muchos casos, forma parte de las armas de guerra. Es una de las heridas invisibles con mayor impacto en la salud mental de las víctimas. Vivir con miedo constante, sentirse amenazado permanentemente, sin encontrar alguien en quien confiar, genera angustia, depresión, fobias y alteraciones del sueño, entre otros trastornos mentales. Así es el estrés postraumático. Menos del 1% recibe ayuda psicológica o psiquiátrica. Por añadidura, la mayoría de las personas entrevistadas reportan que la violencia ha afectado su muy precaria economía.
Cuando algún miembro de la familia muere, el rito del velorio, la misa, el sepelio, propician expresiones de afecto y solidaridad de familiares y amigos, de vecinos e incluso de algunas autoridades. Todo ello permite iniciar el largo proceso del duelo que, con el tiempo, ayuda a asimilar el impacto de la pérdida, a sobreponerse. Pero cuando no hay cuerpo que la acredite, cuando la muerte sólo se intuye pero no se constata, la reacción es otra. No hay espacio para compartir el dolor. El temor prevalece sobre la solidaridad, los deudos quedan aislados entre la incertidumbre, la negación, la esperanza, el coraje y la frustración. El proceso del duelo no fluye, se pasma. La mente se paraliza. Surgen entonces el resentimiento, la necesidad de encontrar la evidencia que permita cerrar el capítulo terrible del dolor que no cede y de identificar a los culpables para que se haga justicia. Hasta ahora nadie ha sido sentenciado por lo ocurrido. Ayotzinapa no se olvida. ¿Podrán sanar las heridas de los familiares y deudos de los 43 estudiantes, y de los miles que han desaparecido en los últimos años?
Ex Rector de la UNAM
Profesor de la Facultad de Medicina